La Pachamama

 La Pachamama

La Pachamama. Se trata del festejo más popular de los pueblos originarios de América Latina. El día celebra a la Madre Tierra: “Pacha” en aimara y quechua significa tierra, mundo, universo y los animales. Conoce la leyenda que se cierne sobre esa festividad.

Dos niños incas y su padre, después de haber cabalgado toda la mañana por la vasta llanura altiplánica sorteando todo tipo de obstáculos y soportando el viento helado que es propio de esta región de América, decidieron detenerse y descansar un rato.

Era mediodía y las flacas cabalgaduras, insensibles al látigo, comenzaban a alargar los cuellos para arrancar bocados de paja dura de la vera del camino, el cual, lleno de baches o cubiertos de piedras, se alargaba hasta perderse de vista, y era trajinado por algunas caravanas o por grupos de arrieros que conducían sus animales cargados con pieles o tambores de hojas de coca.

Después de haber saciado el hambre y calmado la sed, antes de partir, el padre atándose a la espalda el saco con la merienda compuesta de maíz cocido, un poco de carne seca, algunos trozos de pan y agua, dijo con aire preocupado:

–Mañana, hijos, tendremos que descansar obligadamente.

–¿Por qué? –preguntó el menor de ellos.

–Porque mañana es “el Pachamama”.

–Y ¿qué es el Pachamama?

–Es la fiesta de las bestias. Ese día los animales no trabajan.

–¿De veras?

–Sí, mi niño, si trabajasen, se morirían en el curso del año, y yo no quiero perder mis animales.

–¿Y dónde nos quedaremos?

–En la casa de un amigo. Lo conozco bien, nada nos faltará. Hay forraje, leche, carne fresca. Además, en ese sitio abundan las perdices, las liebres, conejos y palomas. No pasaremos hambre.

El niño más pequeño se volvió hacia su hermano con el rostro radiante de alegría.

–¿Qué dices tú? –le preguntó amable y solícito.

–Estoy cansado, pero quiero saber lo que es la fiesta del Pachamama.

–Y yo cazar conejos.

–¿Entonces?

–De acuerdo; nos quedamos.

Los tres volvieron a sus cabalgaduras y emprendieron la ruta. Cuando el sol ya se ocultaba tras la cumbre de los cerros, por fin llegaron a la casa del amigo, que en ese instante estaba atareado encerrando en el establo a sus animales que acababan de llegar del pastoreo.

La casa del pastor estaba construida en un repliegue de la montaña, o mejor dicho, en una especie de plataforma, que casi se caía sobre el camino tendido en lo hondo de cerro, y para llegar a ella había que hacer un largo rodeo. Se componía de tres habitaciones con puertas angostitas y bajas. Su techo era de paja ennegrecida por los años y estaba rematado por una cruz de madera, paradero de tórtolas y gorriones. Las ventanas, dos agujeros practicados en la pared y sin vidrios, dejaban penetrar el air al interior. Detrás, y apoyado en el cerro, se alzaba el corral de los animales y más arriba, en otra plataforma, viejos árboles rugosos que mecían sus copas al compás de la brisa. El suelo estaba tapizado de flores rojas, precioso alimento de picaflores con plumaje de oro y esmeralda.

De los cielos enrojecidos por los rayos del sol poniente parecía descender paz mansedumbre sobre esas alturas.

Muy alto, muy lejos, bien arriba, algunos cóndores pasaban en dirección de los inaccesibles peñascales, guarida de la pollada; a los rayos del sol moribundo se veía brillar el plumaje blanco de su espalda.

Amable fue la recepción del amigo; y cuando supo que los tres visitantes pasarían en su casa todo el día siguiente, llamó a su hija, y se pusieron a trasladar a la habitación contigua los trastos que llenaban el cuarto que ellos ocuparían, y en la que ardía un breve fuego alimentado por pequeños maderos. Contra los muros interiores de la pieza había dos repisas, de las cuales sacaron tres cueros de oveja blancos, muy limpios, y los tendieron en el suelo.

–¿Dónde y cuándo se celebra la fiesta del Pachamama? –preguntó el niño al padre, después que hubo encontrado sitio para sus caballos en el corral donde se confundían ovejas, bueyes, asnos y llamas que participaban del alimento servido en abundancia por esa sola vez en el año, debido a la fiesta.

–Mañana, aquí mismo, al salir el sol –repuso el padre, luciendo una amable sonrisa. La fiesta era para dar gracias y era bueno que sus hijos conocieran su significado.

El sol doraba las cumbres donde se hallaba la casa del amable pastor cuando comenzaron a acudir a ella, unos después de otros, los habitantes de la región. Venían ataviados con sus mejores ropas, traían atados de leña seca recogida en el cerro, y las mujeres, flores de penetrante perfume y raíces de plantas aromáticas. Una de ellas, muy joven y esbelta, traía en sus manos un gran ramillete de flores blancas y azules muy hermosas.

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Una vez que el sol hubo iluminado todo el establo, apareció el viejo pastor vistiendo sus mejores ropas y llevando en sus manos un pequeño brasero encendido sobre el que había una bandeja con agua donde a su vez se destacaba una ramita nueva. El pastor depositó el brasero en medio del corral, colocó en los ángulos de este la leña traída por las otras personas, le prendió fuego y echó en las hogueras algunas hierbas que, al arder, aromaron el ambiente con perfume de delicias.

Luego, volviendo al lado del brasero, cogió de las manos de la joven el ramillete de extrañas flores, la puso a cocer en el agua hirviendo, y cuando esta, a medio consumirse por la ebullición, hubo adquirido un color verdoso, untó sus dedos sobre el suelo, en distintas direcciones; acto seguido, bebió un trago y, pausadamente, se acercó primero a la llama, acarició su cabeza, mojó sus dedos y dio una pincelada de ingrediente en su frente, después la besó con unción y respeto. Lo propio hizo con el toro, y fue repitiendo la operación, una a una, con las demás bestias reunidas en el establo. Concluida la singular ceremonia, los otros participantes sembraron el suelo del establo con abundantes hierbas frescas.

Intrigados por lo que veían y no pudiendo comprender el alcance del raro ceremonial, los afuerinos rogaron al viejo pastor que les explicara su significado. Al escuchar estas palabras el anciano repuso sentenciosamente:

–Vivimos de los animales, mis niños. Ellos nos lo han dado todo y son sagradas. Con el vellón de las ovejas damos abrigo a nuestros hijos, tejemos nuestras ropas; sus desperdicios fecundan los campos y su carne es nuestra carne. Con las astas del toro construimos el arado que rompe las entrañas de la tierra, para recibir la semilla fructificadora; de su piel hacemos sandalias para recorrer los caminos de la tierra, y también su carne es alimento para nuestros cuerpos. El asno es nuestro compañero de fatigas y desvelos; en sus lomos traemos a nuestros hogares los frutos que nos faltan o llevamos a vender los que nos sobran. La llama fue en un tiempo nuestra única compañera y hacía el oficio de los demás que he nombrado. Todo nos lo da ella: su bosta, su piel, su carne y su fuerza, y es la más querida por todos nosotros, y si a todas las he besado, es señal de aprecio y cariño; es una forma de honrar a todos los animales.

Después de pronunciar estas solemnes palabras el anciano calló y se marchó. Al otro día los dos niños con su padre montaron sus caballos y continuaron el viaje dejaron atrás la casita del amable pastor y se perdieron entre las elevadas cumbres de la altiplanicie que en el fondo limitaban el valle con altos muros.

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