La Cadena Sagrada (Leyenda Inca)

 La Cadena Sagrada (Leyenda Inca)

La Cadena Sagrada, mítica leyenda Inca sobre una codiciada cadena que los conquistadores querían obtener, el cual se oculta en la profundidades del lago.

Leyenda Inca

Hace muchísimos años Inti, el dios del Sol, comprobó la fortaleza espiritual de sus hijos cuando unos seres de hierro, montados a caballo, que lanzaban truenos con sus manos, intentaron apoderarse de sus reliquias sagradas. Parecía que estos seres eran inmortales, pues ni las flechas ni las lanzas ni las pedradas lograban derribarlos en las batallas. No cabía duda de que eran enviados por un dios muy poderoso; habiendo desembarcado en las costas del imperio de Atahualpa, se apoderaron del Cuzco, la capital, y también del monarca, al que habían hecho prisionero.

En ese entonces, cerca de las orillas del Titicaca, el lago sagrado, vivía en su templo el gran sacerdote Khapac Muchar, jefe religioso del imperio. Bien informado sobre los últimos sucesos, conocía todos los acontecimientos y su ciencia secreta lo guiaba luminosamente en estos difíciles momentos. Él se proponía mantener la unidad de imperio por la religiosidad de su pueblo, y diariamente enviaba desde el Templo de Sol numerosos emisarios que visitaban todos los edificios sagrados del imperio mantenían así la unidad y la esperanza en la abatida nación inca que amenazaba desaparecer.

En esos días se aproximaba el Inti-Raymi o Gran Fiesta del Sol. Era el tiempo de pacha pucuy (marzo, equinoccio de otoño), y Khapac Muchar hizo excepcionales preparativos en honor de Pachacamac –dios padre– y de Inti –dios hijo– para que lo ayudaran a terminar con los invasores de hierro que se habían apoderado de gran parte del imperio y amenazaban destruirlo totalmente.

Llegó la solemne fecha y de todas partes del imperio acudían emisarios con rica ofrendas para el Templo del Sol. Innumerables piedras preciosas traían del norte; de Atacama y Tucumán llegaban sacos de oro cargados a lomo de llamas; objetos de arte de toda especie y finísimas telas del sur; perfumes sagrados venían de las selvas de oriente y ofrendas desde todos los puntos cardinales.

Estas enormes riquezas se acumularon en el templo, mientras Khapac Muchar dirigía todos los preparativos para esta extraordinaria ceremonia religiosa, secundado por la sacerdotisa Layca, que dirigía las vestales cuidadoras del fuego sagrado.

Este año, por ser extraordinario y para ganar el favor de los dioses debía inmolarse a la más hermosa sacerdotisa del imperio: Palla Coyllier; la pira sagrada se alzaría en el centro de la explanada del templo.

El fatídico día llegó y una gran muchedumbre se congregó en el templo para seguir devotamente el ritual. Todo parecía augurar el éxito de la ceremonia. El día despuntó claro y agradable. Al oriente apareció el sol entre indefinidas nubes, y su halo dorado dio vida a las cristalinas aguas del lago.

En ese preciso instante se oyeron las voces del coro de las doncellas del templo entonar el himno al sol, y luego la voz del gran sacerdote Khapac Muchar entonando, en medio de un profundo silencio, un cántico sagrado. Al terminar aparecieron las bailarinas que interpretaron una danza sagrada al son de raros instrumentos de caña y hueso. En ese instante el espectáculo era majestuoso. Luego la muchedumbre entonó un himno de gracias, mientras los perfumes y óleos sagrados embalsamaban la atmósfera. Era un momento de gran solemnidad y emoción. Después el pueblo se entregó a la meditación, mientras los sirvientes preparaban la pira para el sacrificio el que debía realizarse a la caída del sol.

Palla Coyllier, educada en místico rigor, aceptó resignada el sacrificio y empezó con los preparativos, embelleciéndose y ataviándose para la circunstancia. Antes de este acontecimiento debía tener lugar la exposición y veneración de la cadena sagrada, esto era algo de suma importancia para atraer las benéficas influencias de los dioses.

La cadena sagrada era el talismán del imperio, y solo se exponía en las grandes ceremonias de los equinoccios. Era muy notable por su hechura y hasta misteriosa en sus influencias. Tenía setenta y siete eslabones de oro macizo, gruesos como un pulgar; cada eslabón tenía tres secciones. Estaba dividida en cuatro partes, y poseía figuras grabadas en relieve que simbolizaban a los dioses del agua, fuego, aire tierra; además tenía incrustadas en cada eslabón siete clases de piedras preciosa.

Cada uno de los nueve eslabones contenía una plancha circular de oro macizo, en cuyo anverso figuraba el sol, y al reverso, la luna, en plata labrada. Doce cadenas más pequeñas, al interior, se unían en el centro y sujetaban un gran disco en oro y piedras simbolizando al dios sol, como el centro del universo. Todos estos signos eran conocidos por los sacerdotes e iniciados.

La cadena sagrada era tan grande y pesada que se necesitaban cuatro hombres para levantarla, y era celosamente custodiada en una cámara subterránea en el centro del templo, cuya existencia conocían solo el gran sacerdote y sus ayudantes. Esa tarde fue llevada hasta el atrio del templo para su veneración por el pueblo, el que se acercaba con temor y devoción a contemplar el obsequio que el dios Inti había confeccionado para su pueblo, con el fin de recordarles materialmente su luminosa presencia.

Mientras esta ceremonia se realizaba en el Templo del Sol, a orillas del Titicaca, a pocas leguas de allí avanzaba velozmente una columna de belicosos jinetes protegidos de corazas, yelmos, escudos y profusamente armados. Su cabello hirsuto y barbas desordenadas les daba un extraño aspecto que asombraba a los indígenas. Por un traidor se habían enterado de la fecha y el lugar de la gran ceremonia religiosa y acudían allí para destruir aquel centro de fuerza moral del imperio inca, y también apoderarse de la gran cadena.

El centenar de jinetes, conscientes de la superioridad de sus armas y confiando en el efecto sorpresa avanzaba rápidamente hacia el templo. Atardecía. Cuando el sol comenzaba a declinar, dos vigías dieron la alerta. ¡Los pequeños dioses de hierro atacaban! El sacerdote supremo quedó estupefacto, pero se repuso e hizo tocar lo tambores de alarma. La muchedumbre huyó despavorida hacia los cerros, abandonando en su precipitada fuga todo cuanto tenían. Los sacerdotes ocultaron la cadena sagrada en el depósito subterráneo. Allí se quedó Khapac Muchar con dos ayudantes y haciendo girar una piedra en la pared apareció ante ellos un túnel Uniendo sus fuerzas, llevaron la cadena por ocultos pasillos.

Mientras avanzaban por la oscura galería, cuya salida daba entre unas rocas al nivel del lago, llegaron los conquistadores y penetraron violentamente en el recinto. Pero no encontraron nada ni a nadie, lo que constituyó para ellos una desagradable sorpresa.

Entonces registraron el templo y encontraron la cámara de las vestales, se apoderaron de algunas doncellas y las interrogaron violentamente. ¡Buscaban la cadena sagrada! Aterrorizadas, las doncellas les señalaron la cámara subterránea pero cuando los conquistadores llegaron allí tuvieron otra amarga sorpresa: la sala principal estaba vacía.

Para vengarse de la humillación maltrataron a la hermosa Palla Coyllier, pero ella no movió los labios y no reveló ningún secreto. De pronto una trágica luz brilló en sus ojos; algo pasaba en su corazón y su límpida mirada indicaba una solución extrema. Como no conocía el idioma de los conquistadores; les señaló el corredor que iba hacia arriba, luego los guió hasta el atrio y bajó con ellos por otro corredor.

Palla Coyllier deseaba encerrar a los hombres de hierro. Conocía un camino secreto que conducía a un laberinto sin salida. En varios túneles había profundas trampas que se activaban solo tocando un saliente de piedra en el muro. Una vez en el interior, la valerosa joven se adelantó a los hombres que colmaban los oscuros pasillos. En un instante en que reinaba la confusión, un soldado de hierro intentó besarla y ella lo rechazó; tras un violento forcejeo, la moza rozó el saliente de un muro y se abrió ante ellos un foso de defensa, cayendo ambos en un profundo precipicio. Los otros soldados, dispersos y desorientados, quedaron sumidos para siempre en las profundidades de la tierra.

Mientras se materializaba esta catástrofe –que simbolizaba el derrumbe del imperio inca– llegaba a las proximidades del lago el gran sacerdote que arrastraba la cadena sagrada. Este comprendió que debía ocultar para siempre ese valioso talismán que había despertado la codicia y las bajas pasiones en los hombres de hierro. Al amparo de la oscuridad de la noche y con ayuda de sus dos ayudantes, cargó la cadena en una frágil embarcación de totora y remando silenciosamente se dirigió al centro del lago.

Una vez allí, con el más absoluto estoicismo dio una violenta sacudida a la cadena sagrada, y sacando un puñal de piedra se abrió las venas y se arrojó a las aguas.

Durante siglos se ha buscado afanosamente este maravilloso talismán, pero nunca ha aparecido ni aparecerá, pues el lago sabe guardar sus secretos. Sin embargo, la cadena sagrada está allí, como mudo testigo de esta historia.

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