La música de las montañas

 La música de las montañas

Hacía ya varios días que Chuqui, un niño pastor de llamas y guanacos, trataba de convencer al yatiri –el sabio de su ayllu– para que le señalara el sendero hacia la vertiente sagrada. Esa donde el agua cantaba cómplice del viento. El anciano solo lo miraba en silencio y luego le decía que aún no había llegado el momento para revelarle el secreto. El niño estaba impaciente porque con una caña había tallado una quena y para que esta emitiera un sonido diáfano como el viento debía recibir el rocío del agua de la vertiente. Él tenía la secreta intención de unirse a la cofradía de
músicos que animaría las próximas festividades dedicadas al sol.

Su madre, Chullca, que era tejedora, lo observaba con atención cuando regresaba e las tardes con el rebaño, mientras tejía en el telar una colorida manta para protegerse de los intensos fríos altiplánicos. Lo veía preocupado, pero no le decía nada. Esperaba que él le contara lo que tanto lo inquietaba. Y un atardecer, no pudiendo soportar más, usando su natural prudencia, ella le preguntó qué le sucedía.

Pero Chuqui no quería contarle el porqué de su amargura.

–Algo te sucede; te encuentro distinto, como si estuvieras pensando en otra cosa –le dijo en tono compasivo.

–Nada me pasa… nada…

–Te conozco. Algo te inquieta, ¿te puedo ayudar?

–No creo que puedas. Es una cuestión que solo nosotros entendemos. Se trata de cómo llegar hasta la vertiente sagrada.

–Ah. Era eso. ¿Quieres ir hasta el Supaya, el cerro sagrado, donde está la vertiente para que la luna temple la quena?

–El rocío es el que templa los instrumentos; él pone la armonía dentro de ellos.

–Bueno…, la luna también ayuda. Pero no tienes por qué viajar hasta allá. Cualquier rocío afina los instrumentos.

–No es así.

–En realidad solo el Supaya hace el milagro. ¿Y por qué no vas hasta allá?

–Porque no sé cómo ir.

–¿Has conversado con el yatiri?

–Muchas veces, pero no me quiere revelar el secreto.

–Seguramente está esperando el momento.

–Espero que así sea.

Pasaban los días y la inquietud de Chuqui iba en aumento. Los atardeceres se hacían cada vez más largos, interminables. Uno de ellos, cuando volvía con su rebaño oyó a lo lejos cómo algunos jóvenes tocaban armoniosamente sus zampoñas y otros instrumentos. Un escozor creciente recorrió su cuerpo de pies a cabeza. No resistió más y fue nuevamente donde el yatiri a preguntar por el secreto.

Esta vez su sorpresa y alegría fueron enormes. El anciano lo sentó a su lado dibujando sobre la tierra con una vara le fue explicando, paso a paso, el trayecto que debía hacer para llegar al monte sagrado.

–Debes partir con el alba y caminar durante todo el día. Es con la aurora, antes que las primeras luces del alba se dibujen sobre las cumbres nevadas, cuando el rocío entrega sus melodías. Él las sopla en los instrumentos y los dota de espíritu.

Chuqui le agradeció infinitamente al yatiri; casi no cabía en sí de alegría. Corrió a su casa a pedirles a sus hermanos que se hicieran cargo del ganado durante dos días. Luego llenó su chuspa con semillas de maíz tostado y papas de chuño y se recostó esperando descansar.

La madre no le dijo nada. Lo miraba con una sonrisa de orgullo. Sabía lo que la música representaba para su hijo y comprendía la agitación que lo embargaba. Todo en el ayllu, donde vivían diferentes familias todas emparentadas, hacían buenos instrumentos musicales y siempre tocaban en las ceremonias importantes.

Chuqui no durmió en toda la noche, la agitación interior era muy grande. Antes que clareara se puso en marcha. Comenzó a subir la quebrada que le era familiar, ya que allí acostumbraba llevar a pastar su rebaño. Iba cabeza baja, ensimismado en el camino; súbitamente, el relincho de una vicuña lo distrajo y se sonrió. Miró el cielo y con alegría vio que los primeros resplandores dibujaban hermosos reflejos dorados en las montañas. Mañana a esta hora ya tendría frente a sí el suave rocío y su quena bien templada con todas las melodías conocidas, pensaba Chuqui. Sus dotes musicales contribuirían a darle más belleza a sus interpretaciones.

De pronto, todo se iluminó. Junto con la aparición de los primeros rayos de sol toda la naturaleza se puso en movimiento. Decenas de parinas o flamencos rosados pasaron volando con sus gritos característicos por sobre su cabeza. Gratamente complacido se puso a descansar en una piedra azulenca y observó el maravilloso espectáculo de esa hora. Era un paisaje dulce y apacible donde había muchas piedras y paja brava, elementos característicos del altiplano. A su izquierda alcanzó a divisar la cola larga y peluda de una vizcacha que se escondía. También se percató que a lo lejos, ante un rebaño de vicuñas hembras, dos machos en celo estaban peleando Luego del descanso se puso en marcha nuevamente, pues le quedaba mucho aún por subir.

Iría a paso más lento, pues debía guardar fuerzas ya que le quedaba todo un día de camino. Cuando el sol caía verticalmente, sacó de su chuspa algunas semillas y se la echó a la boca. Pero no se detuvo. Y caminó… caminó… y caminó. ¿Cuánto había subido? No lo sabía, pero era bastante, pues se sentía un poco ahogado. Cuando lo
rayos del sol se pusieron oblicuos, de inmediato comenzó a bajar la temperatura. Pero él no sentía frío, ya que en su mente había un solo pensamiento: el rocío de la mañana. Cuando el sol empezó a abreviar su luz en el horizonte, él siguió escalando sin desmayar. Debía avanzar cuanto más pudiera; presentía la proximidad de las nieves eternas.

¿Había sabido interpretar bien las indicaciones del yatiri? ¿Estaría en la senda correcta? ¿Lograría llegar a tiempo a la meta? Observó el cielo y vio las primeras estrellas. Sintió su presencia y sus guiños le aseguraron que estaba cerca del lugar que con tanto afán andaba buscando. Y no se detuvo. Confiando en su buena estrella continuó ascendiendo. Debía ir con mucho cuidado, pues cualquier resbalón podía costarle la vida. Pero un dios benevolente hizo que surgiera la luna y con su luz alumbrara el camino que había por delante.

Entonces aspiró varias veces el aire cada vez más delgado, más diáfano y más puro, y aceleró el paso. El silencio era majestuoso, solo se escuchaba el rumor del viento. Se detuvo una vez más para meditar la situación. Con inmensa dicha sintió a lo lejos un breve rumor de agua. Y sigiloso se acercó a la vertiente, tomó un poco de agua entre
sus manos y dio un grito de felicidad. Era el lugar señalado. Y se sentó a esperar. En realidad no sabía bien qué esperaba, pero el rocío debía hacer sentir su presencia con la aurora. Los minutos parecían siglos. Se paraba, miraba, se sentaba, se volvía a levantar… esperaba…

Empezaron a borrarse las estrellas y a llegar la claridad, acompañada de una sutil humedad. Era como un velo transparente de dulzura, como polvo frío de estrellas. Y salió el sol. ¡Cuánta desilusión! ¡Había hecho la larga caminata por nada! Él creía que aparecería un dios y pondría la música dentro de su instrumento. Se había forjado esa

ilusión. Esperaba una señal, pero nada había sucedido. Y de sus ojos brotaron lágrimas muy amargas. Entonces vio planear unos cóndores. Estos agitaban sus alas como para hacerlo olvidar su pena. Todo había sido en vano. ¡Tanto sacrificio por nada! Ahora debía regresar. Intentó tranquilizarse y buscó las últimas semillas que había en su chuspa. Palpó su quena, su querido instrumento por el que había hecho la travesía. Instintivamente se lo puso en los labios y sopló… ¡Milagro! ¡Milagro! De él brotaron unos agudos y melodiosos sonidos como nunca antes había escuchado. S
claridad despertó a todo el altiplano. Sintió una felicidad nunca antes experimentada. Volvió a soplar para saber que todo no era un sueño. Otra vez se deleitó con las notas que brotaban espontáneamente de su caña. No podía creerlo.

¿Cómo pudo el rocío estar con él y no verlo?


Entonces comprendió por qué el anciano había esperado tanto tiempo para permitirle emprender la búsqueda. Se necesitaba el rocío de la luna llena de marzo, esa de equinoccio de otoño en el hemisferio sur. En ese instante una gran paz se apoderó de su ser y regresó con los suyos. Nunca más dudaría de la sabiduría de los mayores. Esa que solo los años y la experiencia proporcionan.

Chuqui se integró a la cofradía de músicos de su ayllu y con su quena presidió las ceremonias sagradas más importantes de su tierra.

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