Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte (decimosexta entrega)
Continuamos con la decimosexta entrega del cuento del cuento “Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte”, gracias a la cortesía de su autor David Palacios Valverde
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DECIMOSEXTA
Desiderio recibió la noticia que el tataranieto amado estaba fuera de riesgo y que el peligroso gancho de acero había discurrido por las tripas del infante cubierto por la caca que había evitado que desgarre las delicadas paredes intestinales. Entonces decidió terminar con su pendiente, que se había extendido más allá de lo que tenía previsto. Una vez más le había ganado a la muerte.
Ahora sí se sentía convencido que su ciclo y misión en esta vida habían terminado. Su despedida había sido interrumpida de manera abrupta, pero tenía la satisfacción de haber compartido con toda su descendencia, quienes le habían expresado que era un hombre bueno y que había sembrado raíces profundas para consolidar el árbol en el cual la familia tenía su nido, cultivaban los delicados frutos y de cuyas ramas podían emprender raudo vuelo.
Tenía calma plena, mucha tranquilidad y reposó sin tregua en esa mañana lluviosa de agosto, igual a la del día anterior en que había decidido dar su paso trascendente.
Acostado, con ambas manos haciendo de almohada y mirando el techo blanco de su habitación, sin ningún motivo más que aquellas trampas que teje el destino, Desiderio se puso a evocar una de las peores experiencias que le había ocurrido en su vida, tan llena de aventuras, penas, sinsabores, pero también bañada de bendiciones y alegrías.
Esa tranquilidad sospechosa que en ese momento sentía, era la misma que tuvo aquella vez en que después de varios años había regresado a Huaraz por una nueva oportunidad de trabajo. Esa tranquilidad estaba amparada en que hacía mucho tiempo no había sentido de cerca a la muerte, rondándolo a él, aunque hacía poco se había llevado a uno de sus seres más queridos.
Era 31 de mayo de 1970 y el país entero tenía como noticia central la participación de la selección de futbol en el mundial de México. Ese día era su partido inaugural y las radios y televisores a transistor encendidos desde tempranas horas hacían seguimiento a todo lo que iba aconteciendo.
Era domingo y Desiderio había decidido salir a caminar por la plaza de armas para comprar raspadillas que se hacían con hielo provenientes de los nevados cercanos, y luego acercarse hasta el puente de cal y canto a rememorar lo que había vivido hacía casi treinta años, cuando el aluvión del 41 casi le quita la vida y los sueños.
Almorzó temprano en algún puesto del mercado en el que las voces de los locutores de la radio comenzaban a narrar las incidencias del México contra la entonces Unión Soviética, cuando de pronto por el rabillo del ojo izquierdo vio pasar a la muerte, que se desplazaba lentamente, como queriendo dársele a notar; sin embargo, al voltear la mirada, ella ya no estaba.
Hacía tanto tiempo que no se le había manifestado que Desiderio había llegado a pensar que ya no la tendría presente en sus peores vivencias o pesadillas. Pero no, se había equivocado y ahora ella estaba nuevamente cerca.
Continuó con su planificado día dirigiéndose a Yungay, donde visitaría la tumba de su amigo el chino que pereciera en el derrumbe de la construcción de la hidroeléctrica Cañón del Pato. Era algo que hacía los últimos cinco domingos desde que estaba viviendo en Huaraz, a donde había llegado a trabajar por unos meses, pero sobre todo donde estaba cobijándose de un certero golpe del destino.
El cementerio de Yungay se encontraba en lo que se decía era una antigua fortaleza preinca elevada a más de treinta metros con relación al resto de la ciudad. Desiderio había comprado un ramito de claveles blancos y caminaba lentamente hacia el pabellón “Señor de los Milagros”, cuando de pronto siendo las 3:23 de la tarde todo comenzó a moverse sin control, ya que comenzaba a producirse el terremoto más mortífero de las américas en el siglo XX, puesto que, con 7.9 grados de intensidad, liberó energía equivalente a veintisiete mil bombas atómicas, se llevó la vida de más de setenta mil personas, dejó más de doscientos mil heridos y generó la desaparición completa de dos ciudades: Ranrahirca y Yungay.
Desde su desgraciada privilegiada posición, Desiderio pudo ver, oír y sentir como se sacudía la Cordillera Blanca, lo cual provocó la caída de un bloque de glaciar del Huascarán, que se convirtió en aproximadamente cuarenta millones de metros cúbicos de hielo, lodo y piedras, que en escasos minutos llegaron y sepultaron a la ciudad de Yungay. Fueron momentos desesperantes para miles y miles de familias que lo perdieron todo, sobre todo a sus seres más queridos.
Esta ciudad, bautizada por Antonio Raymondi como “Yungay Hermosura”, por su bello paisaje en el que destacan los colosos de la Cordillera andina como el Huandoy, Chopicalqui, Pishqo, pero sobre todo la silueta inconfundible, con sus dos picos, del Huascarán, de 6.768 metros de altitud, desapareció totalmente en pocos minutos.
Cuando la tierra detuvo su violento movimiento y mientras todos pensaban que lo peor había terminado, y algunos agradecían por seguir con vida; la enorme avalancha se acercaba hambrienta por causar destrucción y muerte, tardando solamente tres minutos en llegar a la ciudad.
La población yungaína quedó desorientada debido al eco que producía el aluvión en los cerros de la Cordillera Negra. Cuando el amasijo de hielo y piedras chocó con la pared de la quebrada del río Ranrahirca formó un embalse y desvió su curso violentamente hacia Yungay. Desiderio se quedó congelado por algunos segundos, era como volver a vivir el mismo horror de hace casi treinta años.
Un numeroso grupo de niños logró salvar la vida ya que a esa hora se encontraban en el circo “Verolina” que se había ubicado en el estadio Fernández ubicado casi a un kilómetro de la plaza principal. Al producirse el fenómeno, aquellos pequeños que corrieron hacia el cerro Atma salvaron la vida, pero los angelitos que fueron hacia la ciudad en busca de sus padres perecieron sepultados por la masa desgraciada que no amainaba su paso y que cuan serpiente perseguía y capturaba a sus presas. ¡Cuánto dolor, Dios mío!
Desiderio sentía bajo sus pies un vaivén arrítmico del suelo y hasta le parecía que los cerros se movían como olas del mar y veía las pequeñas piedras saltar como el maíz tostándose. Cuando levantó la mirada el Cristo Blanco que corona el cementerio erigido dos años antes, pareció venírsele encima, pero solamente fue una ilusión óptica puesto que la estatua de más de once metros permaneció intacta ante el sismo, y la masa del alud no llegó hasta ella.
Muchas otras personas corrían hacia el cementerio para ganar altura y escapar de las fauces del lodo, piedras y troncos, pero en el camino iban siendo devoradas inmisericordemente con una naturaleza furiosa que no detenía su furor pese a los ruegos de mujeres y hombres que de rodillas pedían a Dios que aplaque su ira. Todo a su paso fue arrasado, comunidades, familias, casas, cultivos, vidas y sueños.
Después de eso el escenario se volvió más apocalíptico aun, pues de pronto la soleada tarde se tornó oscura y muchos pensaron que se trataba del fin del mundo y esperaban que el Señor descendiera para juzgarlos por sus pecados. Lo real era que la destrucción de las casas de adobe había producido una inmensa e intensa polvareda que cubrió el cielo por varios días.
Entonces se pudo percibir con mayor nitidez gritos desgarradores, llanto incontenible y el sonido atronador de una masa que seguía su camino de muerte destruyendo infraestructura y tomando vidas. En medio de esa oscuridad y tosiendo por el polvo que se metía por sus fosas nasales y boca, Desiderio pudo ver, entre claro y oscuro, a la muerte, dándose un festín en medio de toda esa desgracia que marcaría a varias generaciones, y se convertiría en un hito trascendente de la historia de Ancash y del Perú. Veinticinco mil personas quedaron sepultadas en Yungay.
El fuerte terremoto hizo que los nichos se derrumbaran y los cuerpos frescos o en descomposición quedaran expuestos y se interpongan en el camino de los noventa y dos sobrevivientes que se dirigían hacia la parte más alta, hacia el Cristo, ya que el aluvión llegó a cubrir el primer nivel del cementerio.
Desiderio ayudó a una mujer que se negaba a avanzar y solo preguntaba por su hija, una niña de unos ocho años que yacía inconsciente a pocos metros, puesto que, había recibido el golpe de un pedazo de lápida que se había desprendido con el sismo. Se arrastró hasta ella y a pesar de que sangraba de la cabeza respiraba pausadamente. La levantó y la puso en su espalda y luego regresó hasta donde había dejado a la mujer, pero no la halló nunca más.
Ayudó a un anciano arrastrándolo del saco y estuvo a punto de desmayarse cuando el polvo llegó a su garganta y le impidió respirar, cuando de pronto una mujer le dio algo de agua de un florero, que, aunque mal oliente sirvió para que Desiderio pudiera recuperar el aliento y seguir adelante. Habían pasado solamente siete minutos desde que comenzó el cataclismo, pero pareciera haber transcurrido toda una vida por la estela de llanto y destrucción que había dejado.
Ayudó a los heridos, sobre todo a la niña que tenía a cargo ahora; ayudó a quienes iban llegando poco a poco hasta la base del Cristo donde estaban refugiándose a ciento veintidós escalones desde la entrada. El olor de los cuerpos en descomposición que habían sido expulsados de los ataúdes era insoportable, y cada vez se acrecentaba la sensación de estar viviendo una pesadilla de la que pronto podría despertar. “De esta no me escapo” había pensado mientras se desplazaba casi a tientas, pisando cuerpos inertes y levantando heridos, mientras se dirigía a la parte baja a buscar más sobrevivientes, y trataba de controlar un pronunciado temblor de sus piernas y manos.
Descendió solo, a penas guiado por las escaleras y algunos gritos metros abajo. Ayudó a dos hombres a llegar al refugio y descendió una tercera vez cuando la oscuridad se hacía más intensa por la próxima llegada de la noche. Para entonces ya habían pasado cerca de tres horas desde el inicio del desastre.
Con la visión totalmente borrosa, los tímpanos que se habían quedado con la frecuencia del estruendo de la avalancha, y pasando susto cada vez que las réplicas del sismo se producían, llegó una vez más hasta el primer nivel donde pudo percibir que el lodo aún se mantenía en un movimiento muy lento y produciendo borbotones, como si estuviera hirviendo.
Escuchó el llanto lastimero de un niño y el susurro de auxilio le animó a saltar al lodazal plomizo que cual animal con vida seguía moviéndose hacia el rio Santa. El amasijo le cubrió hasta la cintura y cuando trató de caminar se dio cuenta que sería imposible y un golpe en el pecho le volcó la cruda realidad. Había entrado a la boca de un monstruo voraz que habría de engullirlo lentamente o de un solo bocado. Haciendo un gran esfuerzo logró agarrarse de unas ramas al borde del rio pantanoso al que voluntaria y cándidamente había descendido.
Gritó con todas sus fuerzas, pero se dio cuenta que era inútil, pues la distancia hasta el refugio en la base del Cristo blanco en el que alcanzaba a ver que encendían fuego para poder calentarse y alumbrarse, era infranqueable.
Buscó con la mirada al pequeño cuyo llanto había escuchado apenas hacía un minuto, pero no encontró indicio alguno. O había sido una trampa fatal del destino, o era la masa que ya se lo había tragado. Nunca supo a ciencia cierta la respuesta; solamente se aferró a las ramas para evitar que la corriente ligera se lo lleve.
Se quedó en silencio, resignado; seguro que esta sería su última larga y desesperante noche. El frio, el hambre, o la propia naturaleza podrían hacer presa de él ya que no podía moverse un solo centímetro. Pensó en sus hijos que ya maduros habían ido saliendo de Pampas rumbo a Chimbote, Trujillo o Lima; pensó en aquél que había dado la vida por él poniendo el pecho interceptando un par de balas que estaban dirigidas a su cabeza, pensó en su larga historia que le había permitido una vida intensa. “… el próximo año iba a cumplir cincuenta años, ¡carajo!”, dijo en voz alta.
Fue en ese preciso momento que la vio a pocos metros de él. Inconfundible la pendeja, gorda, maquillada en exceso, sentada sobre una roca, como tomando un ligero descanso en medio de tanta actividad; pero era como si lo hubiera reconocido ya que sus ojitos color candela se posaron fijamente sobre él, y hasta en un arranque de nerviosismo y pálpito acelerado, Desiderio vio que el espectro le sonreía.
Pasaron unos minutos con esa imagen congelada. Por momentos pensaba que estaba viviendo una pesadilla y que no tardaría en despertar y reírse de haber estado asustado, sudando, pensado que ahora si le había llegado su hora. Buscaba algún elemento ilógico y descolocado en tiempo y espacio para convencerse que se encontraba en medio de un mal sueño y que al tomar conciencia todo habría sido un susto real para contarle a los amigos.
Pero no, era real. “En los sueños no se tiene tanto frío” se había convencido al no hallar un punto ilógico en la escena: era él atrapado en el fango con la muerte frente a él, esperando el mejor momento para abrazarlo, pero disfrutando la ocasión como vengándose por haber sido burlada tantas veces por capricho del destino.
“Además, sigue oliendo a podrido, a mierda” pensó percibiendo con aspiraciones profundas el hedor de los cuerpos que habían sido expulsados de sus nichos y que hacían que ambiente presente una pestilencia insoportable que se propagaba por muchos metros a la redonda.
Le habló decididamente pero no encontró respuesta alguna por parte de ella, solo más llanto y dolor en la lejanía. Gritó hasta desgañitarse esperanzado una vez más en que alguien podría oírlo o en que alguien notara su ausencia y se animara a ir a buscarlo; pero nadie sabía que estaba allí, ni siquiera sabían que estaba en Yungay, a donde se había animado a ir a matar sus insoportables tardes solitarias de domingo desde hacía poco más de un mes, visitando la tumba de su chinazo.
Pasaron algunas horas y Desiderio no quería dormir por el temor de no despertar más. El hecho de tener a la muerte a dos metros de él le generaba profundo temor y sus entrañas se revolvían constantemente y fue entonces que sintió un calorcito agradable que se deslizaba por sus piernas hasta sus tobillos.
Se quedó profundamente dormido, pero al cabo de unos minutos despertó sobresaltado porque sentía que se estaba moviendo. La ligera corriente había comenzado a arrastrarlo, pero al mismo tiempo a envolverlo; el lodo ya no estaba en su cintura, sino que alcanzaba su pecho, y cada vez se le hacía más difícil conseguir suelo firme para pisar. Se aferró a la orilla para mantener la esperanza, pero la corriente no se detenía y pasados pocos minutos lo desplazaba un poco y un poco más.
Entró a una especie de somnolencia y delirio, pues en el lugar donde había dejado a la muerte contemplándolo, antes de caer rendido por el cansancio y la carga emocional del día catastrófico, ahora se encontraba la figura de un hombre viejo, calvo y de barba blanca, cubierto de medio cuerpo y por encima del hombro con una túnica roja. A sus pies un cráneo humano, y él extraño hombre concentrado escribía con una pluma de pavo en una especia de cuaderno gigante.
“San Jerónimo ya está por acá… ¿Habrá venido a llevarme?, ¿Qué estará anotando en su cuaderno?” pensó en un segundo luego de ver la borrosa imagen frente a sus cansados ojos.
Mientras tanto en Pampas la familia entera se había reunido a almorzar, rememorando el cumpleaños de la mamá Emilia. Comieron un rico picante de cuy y llunca cashqui, es decir sopa de trigo partido y gallina, y unas cervezas compradas en la tienda de viudo Poma.
Los hijos de Desiderio habían conocido a muy temprana edad a la vieja bisabuela, pero ella había dejado huella profunda en sus vidas, tal como lo había hecho en la vida de sus nietos. Así que, cada 31 de mayo, la reunión en la casa que fuera de la anciana era ya una costumbre, para recordarla entre risas y anécdotas.
Pero ese año era diferente. Había un manto de tristeza y rabia en el clan Alegre, puesto que hacía algunos meses uno de sus integrantes había perdido la vida protegiendo la de Desiderio. El hijo mayor de Alelí Cordero había puesto el pecho para recibir dos balazos que estaban destinados a su padre en un ajuste de cuentas con los Cáceres, por pendientes de hacía muchos años.
Amador Cordero había muerto desangrado en los brazos de su padre, dejando en éste una estela de dolor tan profundo que nunca pudo recuperarse de ello. Era como el dolor permanente que había tenido Adrián Alegre a lo largo de su vida, desde que perdió a Consuelo, la madre de Desiderio.
Se había congregado la familia proveniente de Lima, Trujillo Chimbote y Huaraz, pero ese año, Desiderio había decidido no estar. El dolor era demasiado intenso y el tiempo aún no había servido de bálsamo, por lo que había preferido refugiarse en la distancia para tratar de engañar a sus sentimientos. Que duro iba ser esa reunión sin el hijo amado, su alma no hubiera resistido.
Así que ese día, mientras todos los integrantes de su prole afrontaban juntos, hombro a hombro, los estragos del gran terremoto, él estaba allí, con el barro hasta el pecho y sin la menor esperanza de poder salir, y esperando que sea la muerte o su santo patrón, quien se lo lleve.
Todos habían estado escuchando la radio que a esa hora ya hacía los comentarios después del partido inaugural del mundial del futbol. Sentados en sillas y poyos en el patio de la casa de la mamá Emilia, se quedaron estáticos cuando escucharon el estruendo que llegaba desde la costa. ¡Booom!…, el aullido de los perros, y luego el remezón que hizo que la gruesa pared de adobes cayera instantáneamente y de una sola pieza, pero en sentido contrario a donde toda la familia se encontraba congregada.
Si el grueso tapial hubiera caído sobre el patio, gran parte de la familia Alegre hubiera perecido en el acto. Pero quiso el destino que no tengan un solo herido y más bien la fuerza de los hombres Alegre, fue el motor para las labores de rescate y refugio del pueblo entero que sufrió en carne vida la furia de la naturaleza; incluso desenterrando de una muerte segura a varios integrantes de la familia Cáceres.
-Todo tiene su momento- les había dicho Manuel, el mayor de los Alegre, mientas iban rescatando a hombres y mujeres de dicha familia.
La tierra se abría y como si fueran las fauces de un animal famélico y se tragaba casas, personas y animales; el pueblo entero compuesto por casitas de adobe fue cayendo ante las arremetidas del movimiento telúrico que había sido más intenso en Pampas que en el callejón de Huaylas, dada su cercanía a la costa, donde se había producido el epicentro.
Solo quedó en pie la iglesia a donde fueron a refugiarse damnificados y heridos. El padre Guimaray con la cabeza sangrante y la sotana rota organizaba y desplegaba la ayuda necesaria, ya que a pesar de haber pasado casi medio siglo las carencias de servicios de salud seguían siendo prácticamente los mismos que había pasado Desiderio en su infancia.
El hecho curioso que se contaría por muchos años más, era que la imagen de San Jerónimo había desaparecido por varias horas para luego reaparecer en su mismo sitio, sin lograrse respuesta lógica alguna por el suceso.
Desiderio en la confusión de sus delirios, la oscuridad, y la polvareda que se respiraba perdió de vista la imagen del viejo que lo había estado acompañando hacía unas horas. Tenía en la boca una masa pastosa con sabor a fierro y tierra, sus piernas comenzaban a flaquear debilitadas y la corriente cada vez lo alejaba más de su punto de referencia inicial.
En ese momento escuchó los ladridos de una jauría que desde la parte alta se acercaban a su posición. Ya no sabía si soñaba o si en realidad había logrado despertar, pero lo cierto era que los animales cada vez estaban más cerca de él. Lloró, no sabía si de tristeza, alegría, frustración o resignación, pero los surcos que marcaron las lágrimas hicieron que su rostro se transforme en una imagen espectral… Continuará…
Fin de la decimosexta entrega
Escrito por David Palacios Valverde
Próxima entrega: jueves 02 de setiembre de 2021