Los tesoros de Catalina Huanca

 Los tesoros de Catalina Huanca

Los tesoros de Catalina Huanca

Catalina Huanca o Catalina Apoalaya (Siglo XVI – ¿Siglo XVII?) es el nombre o apelativo de una curaca huanca de la sierra central del Perú, que vivió en la época virreinal y fue célebre por su opulencia. La leyenda afirma que era poseedora del secreto de los lugares donde se hallaban enterrados los tesoros que los indígenas habían ocultado durante la conquista española.

Leyenda Inca

Los huancas (del valle de Huancayo) eran un pueblo independiente, hasta que el gobernador inca Pachacútec logró unirlos a su imperio. No obstante, se reconoció al huanca Oto Apu-Alaya como cacique, digno de heredar su cargo a sus descendientes.

Cuando Atahualpa fue hecho prisionero por los españoles, Pizarro envió fuerzas al riñón del país, y el cacique de Huancayo fue uno de los primeros en reconocer el nuevo orden de gobierno, a cambio de que respetasen sus antiguos privilegios. Pizarro, que era un sagaz político, apreció la conveniencia del pacto, y para halagar más al cacique e inspirarle mayor confianza, se unió a él por un vínculo sagrado, llevando a la pila bautismal, en calidad de padrino, a Catalina Apu-Alaya, heredera del título y dominio.

El pueblo de San Jerónimo, situado a tres leguas de Huancayo y a tres kilómetros de convento de Ocopa, era por aquel entonces la cabeza del cacicazgo.

Catalina Huanca (Catalina Apu-Alaya), fue una mujer de gran devoción y caridad. Se calcula en cien monedas de oro las que obsequió para la construcción de la iglesia convento de San Francisco; asociada al arzobispo Loayza y al obispo de la Plata fray Domingo de Santo Tomás, edificó el hospital de Santa Ana.

Para el mantenimiento de dicho hospital dio además fincas y terrenos que poseía e Lima. Su caridad para con los pobres, a los que socorría con esplendor, se hizo proverbial.

En la Real Caja de Censos de Lima estableció una fundación, cuyos fondos debía emplearse en pagar parte de la contribución correspondiente a los indígenas de San Jerónimo, Mito, Orcotuna, Concepción, Cincos, Chupaca y Sicaya, pueblecitos cercanos a la capital del cacicazgo.

Ella fue también la que implantó en estos siete pueblos la costumbre de que todos los ciegos de esa jurisdicción se congregaran en la festividad anual del patrón titular de cada pueblo y fuesen vestidos y alimentados a expensas del mayordomo, en cuya casa se les proporcionaba, además, alojamiento. Como es sabido, en los lugares de la sierra esas fiestas duraban de ocho a quince días, tiempo en que los ciegos disfrutaban del festín, en que la pacha manca de carnero y la chicha de maíz se consumían sin medida.

Doña Catalina pasaba cuatro meses del año en su casa solariega de San Jerónimo, y al regresar a Lima lo hacía en una litera de plata escoltada por trescientos hombres. Por supuesto que en todos los villorrios y caseríos del camino era esperada con grandes festejos. Los naturales del país la trataban con las consideraciones debidas a una reina, y aun los españoles le tributaban un respetuoso homenaje.

Verdad es que la codicia de los conquistadores estaba interesada en tratar con deferencia a Catalina, que, anualmente, al regresar de su paseo a la sierra, traía a Lima cincuenta mulas cargadas de oro y plata. ¿De dónde sacaba doña Catalina esa riqueza? ¿Era el tributo que la pagaban los administradores de sus minas y demás propiedades? ¿Era acaso parte de un tesoro que durante siglos y de padres a hijo habían venido acumulando sus antecesores? Esta última era la creencia más divulgada por todos.

Catalina Huanca murió en los tiempos del virrey marqués de Guadalcázar, a los noventa años y fue llorada por grandes y pequeños, por hombres y mujeres. De su fortuna nadie supo dónde la ocultó o si la regaló. El cura párroco de San Jerónimo, por los años de 1642, era un fraile dominico muy celoso del bien de sus feligreses, por los que velaba de día y de noche. Jamás hostilizó a nadie para el pago de diezmo, ni cobró por los entierros o casamientos, ni recurrió a tretas para obtener beneficio de sus parroquianos.

Con tan evangélica conducta, entendido está que el párroco de San Jerónimo siempre andaba escaso de dinero, pero esa desgracia no le quitaba nunca su buen humor ni un minuto de sueño. Un buen día se supo que el ilustrísimo señor arzobispo don Pedro Villagómez había nombrado un delegado que visitaría todas las diócesis del territorio.

Y como era de esperar, todos los curas se prepararon para echar la casa por la ventana, con el fin de agasajar a la visita y su comitiva.

Los días volaban y al párroco de San Jerónimo le corrían letanías por el cuerpo y sudaba avellanas cavilando en la manera de recibir dignamente la visita.

Pero por más que se devanaba los sesos, no encontraba la forma de conseguir dinero, que era lo que ahora necesitaba.

Un viejo refrán dice que nunca falta quien dé un duro para un apuro; y esta vez el hombre indicado para socorrer al párroco fue aquel en quien él menos había pensado: el sacristán y campanero de la parroquia.

Este era un hombre inca que apenas se sostenía en pie por el peso de los años, arrugado como pasa y harapiento como ninguno. Una noche, viendo la congoja y desesperación del párroco se acercó a él y con voz melodiosa le dijo:

–Taita cura, no te aflijas. Déjate vendar los ojos y ven conmigo, que yo te llevaré a donde hay más plata que la que tú necesitas.

Al principio pensó el reverendo que su sacristán había empinado el codo más de lo razonable; pero tal fue el empeño del hombre y tal su seriedad y aplomo, que el cura terminó por recordar el refrán “del viejo, el consejo, y del rico, el remedio”, y se dejó poner un pañuelo sobre los ojos y apoyado en el brazo del campanero, como este fuera su lazarillo, se echó a caminar por el pueblo.

El párroco, que sabía que los vecinos de San Jerónimo se entregaban al sueño a la misma hora que lo hacen las gallinas, tenía la certeza de que las calles estaría desiertas como un cementerio, que no habría, pues, que temer un inoportuno encuentro, ni menos miradas curiosas.

El sacristán, después de las idas y venidas necesarias para que el cura perdiera la pista, dio en una puerta tres golpecitos cabalísticos, abrieron y penetró con el dominico en un patio. Allí se repitió lo de las vueltas y revueltas, hasta que empezaron a descender escalones que conducían a un subterráneo. El hombre inca sacó la venda de los ojos del cura, diciéndole:

–Taita, mira y coge lo que necesites

El dominico se quedó petrificado, como quien ve visiones.

Se hallaba en una vasta galería, alumbrada por astillas de madera impregnadas de resina sujetas a las pilastras. Vio ídolos de oro colocados sobre andamios de plata, y barras de este reluciente metal profusamente esparcidas por el suelo.

¡Pimpinelas! ¡Aquel tesoro era para volver loco al mismísimo Santo Padre Santo de Roma!

Una semana después del maravilloso hallazgo de que fue objeto el cura de San Jerónimo, llegó hasta su parroquia el visitador, acompañado de un clérigo y de una comitiva de monaguillos.

Aunque el propósito de su señoría era estar pocas horas en esa parroquia, tuvo que permanecer tres días completos debido a los agasajos de que fue objeto. Hubo toros, comilonas, danzas y demás festejos por el estilo; pero todo con una esplendidez que dejó maravillados a los feligreses.

¿De dónde este pastor, cuyas remuneraciones apenas alcanzaban para una anémica comida, había sacado para tanta ostentación? Aquello no tenía explicación lógica.

Pero desde que el visitador continuó el viaje, el cura de San Jerónimo, antes alegre expansivo y afectuoso, empezó a perder carnes como si lo chupasen las brujas, y ensimismarse y pronunciar frases sin sentido claro, como quien empieza a delirar.

Llamó también mucho la atención, y fue motivo de pelambre de las comadres de pueblo, que desde ese día no se volvió a ver al sacristán ni vivo ni pintado, ni tenerse noticias de él, como si la tierra se lo hubiese tragado.

La verdad es que en la cabeza del buen religioso comenzaron a rondar todo tipo d conjeturas acerca de su sacristán. Entre ceja y ceja se le metió la idea de que él había sido el demonio en carne y hueso, y que el oro y plata gastados en la recepción de visitador y su comitiva había sido un regalo del infierno. Y a tal punto llegó su preocupación y tanta melancolía que se encaprichó en morirse, y a la postre se murió.

En el archivo de los frailes de Ocopa hay una declaración que prestó moribundo sobre los tesoros que el diablo le hizo ver. El Maldito lo había tentado por la vanidad y la codicia.

Existe en San Jerónimo la casa de Catalina Huanca. El pueblo cree a pie juntillas que en ella deben estar escondidas en un subterráneo las fabulosas riquezas de la mujer, las mismas que debió ver el párroco de San Jerónimo. Durante muchos años se han hecho excavaciones para encontrar esas barras de oro y plata, pero no han podido ser localizadas por nadie.

¿Catalina tenía un pacto con el demonio…? ¡Tal vez! ¿El diablo oculta esos tesoros a los ojos humanos? ¡Tal vez! Miles de conjeturas se han tejido con el correr del tiempo; mientras tanto, ese tesoro reposa en algún lugar del pueblo de San Jerónimo en espera de ser descubierto. Dicen también que quien lo encuentre padecerá el mismo mal del cura, que se trastornó con el brillo de la tentación.

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