A muerto me huele el Godo

 A muerto me huele el Godo

Este relato es parte del libro «Tradiciones Peruanas», escrita por Ricardo Palma. A muerto me huele el godo, es también un refrán que fue muy usado antiguamente en Perú, donde los partidarios de la independencia de España les decían a los realistas, ya que tiene una connotación de augurio de mala suerte.


    Como estribillo popular he oído muchas veces, en boca de las viejas, esta frase: —a muerto me huele el godo–y, averiguando su origen, hízome el siguiente relato un respetable anciano que fue alférez en el Imperial Alejandro, número 45. Me toca solo añadir que gran parte del relato está de acuerdo con los documentos históricos que he podido consultar.

    Maestro de escuela en el pueblo de Pichigua, provincia de Aymaraes, era en 1823, un viejo de carácter extravagante y que llevaba cerca de veinte años de residencia en el lugar. Nadie sabía de donde era oriundo, pues habíase aparecido en el pueblo como caído de las nubes, y obtenido de la autoridad diez pesos de sueldo al mes, por la tarea de enseñar primeras letras y doctrina cristiana a los muchachos.

Pichagua, en 1823, era un pueblecito habitado por ochocientos indios. Hoy su población apenas alcanza a la mitad.

Por aquel tiempo, se presentó una mañana en el pueblo el coronel don Tomás Barandalla con dos compañías del regimiento Imperial Alejandro; y los indios de Pichigua, que eran tenaces realistas, lo recibieron con entusiastas aclamaciones.

Barandalla vino al Perú, en 1815, como capitán de Estremadura, regimiento que, a fines de ese año y por cuestión de pagas se amotinó en Lima, volviendo al orden gracias a la energía de Abascal. El virrey castigó a los sublevados y, para restablecer la disciplina, disolvió el cuerpo, dejando subsistentes sólo dos compañías que sirvieron de base para formar el Imperial Alejandro del que, ya en 1823, era Barandalla coronel.

Hallábase este, luciendo sus bigotes a la borgoñona y vestido de gran uniforme, en el corredor de la casa del cura don Isidro Segovia, recibiendo las felicitaciones de los principales vecinos de Pishigua, cuando se detuvo en la puerta de calle un vejezuelo envuelto en una raída capa de bayetón del Cuzco. Cerca de él había un grupo de indios con la cabeza descubierta, y contemplando alelados al bizarro coronel.

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El viejo permaneció sin quitarse el sombrero y, mirando a Barandalla con aire despreciativo, dijo a los del grupo:

—A muerto me huele el godo.

Y aludiendo a la intimidad que parecía existir entre el cura Segovia y el jefe español, añadió:

—Abad y ballestero, mal para los moros.

Le oyó una espía del coronel y, acercándose a este, le dio el chisme. Barandalla miró hacia la puerta y se fijó en el viejo, que continuaba con el sombrero encasquetado y sonriendo desdeñosamente.

—¿Quién es ese hombre de capa? —preguntó el coronel a uno de los vecinos.

—Señor, un pobre diablo: es el maestro de la escuela.

—Cara tiene de insurgente-y volviéndose a uno de sus oficiales, añadió Barandalla–tómelo usted y fusílelo.

El cura y algunos vecinos se atrevieron a despegar los labios abogando por el sentenciado; pero Barandalla se mantuvo firme.

El viejo no opuso la más leve resistencia, y se dejó amarrar murmurando siempre:

—A muerto me huele el godo……

—Pues el que huele a muerto es el viejo insolente, y tanto que voy a fusilarlo, le interrumpió el oficial.

—Bueno! ¡Bueno! – contestó el viejo sin inmutarse—El que yo huela a muerto no quita lo otro.

Y, volviéndose al grupo popular, dijo en voz alta:

—Hijos míos: no me mata Barandalla sino la justicia de Dios. Hoy cumplen veinte años que, en Huaylas, maté a puñaladas a mi mujer, a mi suegra y a mis hijos. El que la hizo que la pague, y Dios se apiade de mi alma.

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Un mes después el virrey La Serna firmó, en el Cuzco, algunos ascensos; y Barandalla obtuvo el de brigadier, quizá en premio de sus feroces acciones. —Barandalla fue el fusilador del cura Cerda, párroco del pueblo de Reyes, en Junín. El hombre era como para pagarlo por diezmo al diablo.

Pero, desde el día en que el maestro de escuela le avisó que olía a muerto, empezó a sufrir de una extraña dolencia que lo llevó a la tumba, en 1824, poco antes de la batalla de Ayacucho, y justamente, al cumplirse el año del fusilamiento del viejo.

Escrito por: Ricardo Palma

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