La leyenda de los nevados Huascaran y Huandoy (Versión 2)
En un rincón místico y ancestral de los dioses, florecía la belleza suprema encarnada en la Diosa Huandoy, cuya gracia rivalizaba con la frescura de las orquídeas más delicadas. Su destino parecía estar sellado por su padre, quien anhelaba unir su hermosura a la de un Dios que compartiera sus virtudes divinas.
Sin embargo, la verdad innegable del corazón desafía incluso a los dioses más poderosos. En la profundidad de un valle acogedor, en el poblado de los Yungas, habitaba un príncipe mortal llamado Huascarán, cuyo valor y gentileza destacaban como los rayos del sol en el amanecer. La Diosa Huandoy, con sus ojos brillantes como estrellas, se rindió ante la pasión que despertó en su corazón el apuesto príncipe. Sus encuentros furtivos se convirtieron en secretos compartidos, en los que hallaban la plenitud de su amor.
Las súplicas angustiadas del Dios padre llegaron como susurros de viento a los oídos de la Diosa Huandoy. Él le imploró abandonar su amor mortal, convenciéndola de que la unión con un príncipe de este mundo no convenía a su divinidad. Pero el poder del amor desafió los consejos paternales y las advertencias celestiales, ya que la pasión de los jóvenes era una llama ardiente que consumía todo a su paso.
La cólera del supremo Dios Inti, padre de Huandoy, eclipsó los cielos con su furia incontenible. La maldición cayó sobre los amantes, condenándolos a una separación eterna. Transformados en montañas, Huandoy y Huascarán quedaron sumergidos bajo mantos de nieve perpetua, como una metáfora de la distancia que se había forjado entre ellos. El Dios padre esculpió un valle angosto y profundo entre las montañas, una trinchera natural que los aisló irremediablemente.
La magnitud de la ira divina impulsó las montañas a elevarse hasta las alturas más majestuosas, dejando a los amantes condenados a contemplarse, pero sin poder tocarse jamás. En ese escenario de desgarradora belleza y tristeza, la naturaleza lloraba su desesperación. Cada lágrima que caía del cielo fundía la nieve que cubría a los amantes, gota a gota, como el eco de su amor imposible. Las lágrimas se convertían en un lago, un lago de azul turquesa profundo como el amor que los unía.
Hoy en día, la leyenda persiste en el Valle de «Llanganuco», donde los espíritus de Huandoy y Huascarán siguen susurrando su trágica historia al viento. Las aguas del lago, unidas por los llantos eternos de los enamorados, reflejan el color de un amor que trasciende las limitaciones del tiempo y la distancia, dejando una marca indeleble en la naturaleza misma.
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