Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte (quinta entrega)

 Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte (quinta entrega)

Continuamos con la quinta entrega del cuento del cuento “Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte”, gracias a la cortesía de su autor David Palacios Valverde

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Quinta entrega

Las lágrimas comenzaron a caer por el arrugado rostro del viejo y los hijos y nietos guardaron un incómodo silencio. Era como si todo se hubiera quedado congelado por breves segundos hasta que el llanto del pequeño tataranieto, rompió ese cristal estático del tiempo.

            Desiderio se enjugó las lágrimas con una servilleta de papel que tenía en ese momento en la mano e hizo un gesto pidiendo algo de beber. Le acercaron agua y la rechazó, le ofrecieron un taza de té y tampoco recibió la bebida. Uno de sus nietos entonces, le ofreció una copa de pisco puro que el abuelo apuró de un solo golpe, como en sus años mozos, ante la sorpresa de algunos y reproche de otros que señalaban que ya el viejo no debía beber alcohol.

— Papá, ya no nos cuentes más del aluvión- le dijo uno de sus hijos- te ha entristecido recordarte de eso; mejor aquí los chicos van a seguir entreteniéndote con su arte –

— Bueno – respondió Desiderio. Y de manera inmediata otro miembro del clan Alegre cogió su guitarra y comenzó a cantar Osito de felpa, regalo de mi hijo…

    Sin embargo, la mente y los recuerdos del anciano se habían remontado a aquella noche de diciembre de 1941. Deberían ser las ocho pero la falta de luz hacía que parezca que la madrugada estaba muy avanzada. Desiderio descansaba detrás de parte de la estructura de una casa que se había mantenido firme.

    Una segunda ola de agua y lodo, pero mucho más pequeña cayó a esa hora desviándose por el rio Quilcay hacia los barrios de Nicrupampa y Centenario. Muy agotado se acomodó nuevamente, comenzó a rezar y dejó que sus pensamientos y sueños se fueran a su tierra donde había dejado todos sus amores.

    Su amor a la familia donde la figura de la abuela paterna ocupó un lugar preponderante a lo largo de su existencia, el amor a su terruño del cual en algún momento al regresar de su primer viaje a Casma había jurado no salir nunca más.

    Por último, su amor por las hermanas Cordero, a las cuales había aprendido a amar con locura, siendo correspondido por ambas en medio de una intrincada historia que ocho décadas después aun no estaba clara.

    Semanas antes en el penal, había recibido una comunicación en la que la mayor de ellas le anunciaba el próximo nacimiento de su primer hijo. Había mantenido una comunicación fluida con ella desde el momento que aceptó asumir la responsabilidad de su padre y se había enterado de su embarazo a los pocos días de estar en la prisión de Huaraz.

    Desde que salió de Pampas escoltado por un guardia civil, había comenzado a escribir febriles cartas y poemas que enviaba mensualmente a la mamá Emicha. Algunas de las cartas eran para ella y otras cartas para las hermanas Cordero. La verdad es que únicamente ellos podrían decir si sabían o desde cuando sabían de esa entrelazada historia que al final hizo que varios hermanos sean primos a la vez, y viceversa.

“Ya va a nacer mi hijo y yo aquí, lejos y sin forma de ir para Pampas” pensaba, acurrucándose contra una pared, mientras trataba de sacar de su mente las horrorosas imágenes que había presenciado todo el día, y el impacto del susto de perecer ahogado nuevamente.

“Esta vez no la he visto a la de blanco” estaba pensando al tiempo que se levantaba para orinar, cuando de pronto la vio por allí cerca, ocupada, caminando de prisa sin prestarle atención.

Él se puso en cuclillas, se sentó lentamente, abrazó sus rodillas, puso la cabeza en medio y mirando hacia abajo, y, no se movió por varias horas tanto por el susto y por el abrumador cansancio acumulado que sentía en las espaldas.

Descansó de manera intermitente, pero apenas comenzó a amanecer el domingo contempló en todo su esplendor el Huarac Coyllur o lucero del amanecer, una brillante estrella que precede la llegada del nuevo día y que se dice es el origen del nombre de la ciudad de Huaraz.

Las tripas le gruñían porque no probaba alimento desde la noche del viernes, así que buscó entre los escombros y pudo encontrar un pan duro manchado de barro y un choclo crudo los cuales engulló con desesperación. Sintió como el bolo alimenticio llegó hasta su estómago y su cuerpo le agradeció.

Continuó su camino buscando un zapato izquierdo que coger, pero luego de una hora de soportar la incomodidad y el dolor en el pie descalzo, cerrando los ojos y rezando por el alma del occiso que encontró, no lo quedó otro remedio que tomar el par de zapatos de un cuerpo semi enterrado.

“Pobrecito, quien será, carajo” había pensado, – perdóname hermano, pero ahora y necesito tus zapatos para seguir ayudando- había dicho mientras se amarraba los pasadores.

Durante la mañana caminó sin rumbo ayudando a heridos, colaborando en labores de búsqueda y procurando comida, hasta que le dijeron que en la iglesia de la Soledad se había organizado una olla común para alimentar a los sobrevivientes.

            Comió todo lo que pudo como sabiendo que sería el último alimento que probaría en mucho tiempo. Por la tarde se dirigió al hospital de belén y ayudó en labores de limpieza de causes para que pueda transitar la ambulancia, y en la disposición de cuerpos en fosas comunes en el cementerio de Villón.

            Cuando la tarde llegaba a su fin y estaban poniendo una especie de antorchas que iluminaran la entrada del hospital en donde se habían habilitado espacios para los heridos leves, todos los presentes se vieron sorprendidos con la llegada de una caravana de vehículos militares.

            Los soldados tomaron posición y posesión del modesto hospital, aseguraron el área y de uno de los vehículos descendió el Presidente Manuel Prado Ugarteche, que llegaba un día y horas después del dantesco alud. Trajo consigo agua y medicinas tan necesarias en esas horas difíciles y una compañía especializada en búsqueda y rescate que comenzó a trabajar de manera inmediata.

            Se reunió con pobladores y autoridades y anunció la próxima llegada de más médicos y maquinarias, al tiempo que informaba las peripecias que había tenido que pasar para poder estar presente. La ruta por Pativilca era desastrosa ya que el Plan Vial de Leguía había sido abandonado y no se tenía claridad si la carretera debía pasar por Marca o por Cajacay.

— He tenido que pasar en wantu – había dicho el Presidente a un grupo de gente, haciendo referencia a una expresión del quechua huaracino que significaba que algún soldado lo había cargado en su espalda para poder atravesar cierta parte del camino por el riesgo que implicaba una posible caída del vehículo militar a algún precipicio.

Desiderio al ver que la ayuda llegaba pensó en regresar a su tierra, pero el temor lo embargaba ya que la familia de Zenón Cáceres seguramente daría parte de su fuga a Pampas, por lo que no descartaba irse a los Conchucos, y buscar a Meneses para que se ayuden.

Al día siguiente mientras buscaba algo de agua, ropa y alimento para poder embarcarse en esa nueva aventura pudo apreciar al Presidente Prado subido sobre una gigantesca roca arrastrada por el aluvión ofrecer la culminación de la carretera Pativilca-Huaraz ante los incrédulos sobrevivientes de la furia de la naturaleza que se llevó cerca de ocho mil vidas en un par de horas.

Se dirigió hacia el sur, pasó Recuay rápidamente porque el cielo serrano indicaba que pronto llovería y su meta era pernoctar esa noche en Cátac, para de allí emprender el camino hacia el callejón de los Conchucos tan pronto comenzara a amanecer.

Sucio, cansado y con hambre caminaba como como un sonámbulo, recordando el horror del momento en que el alud rompiera las paredes de la cárcel y el agua y barro casi lo ahogan;  caminaba pensando en el horror de los cuerpos mutilados y sepultados que había tenido que sacar, pensaba en los heridos rescatados que si bien seguían respirando ya no tendrían la misma vida por haber perdido familiares, amigos o paisanos; caminaba pensando en su pueblo amado en el que tal vez ya estarían pensando que había muerto, además sabía que pronto habría de  nacer su primogénito…

De pronto, escuchó el rugido de un motor detrás de él y al voltear la mirada pudo ver uno de los vehículos militares que el día anterior había llegado al destruido Huaraz. Sin pensarlo, de manera automática comenzó a correr cerro arriba mientras dos soldados iban detrás de él, dándole alcance rápidamente.

Ya reducido le pidieron sus documentos y lo llevaron a la presencia de un teniente que no creyó su historia de ser un sobreviviente del aluvión, y que era por ello que no tenía sus documentos a la vista. Para él era poco creíble que en lugar de buscar a sus familiares y amigos esté caminando a treinta y cinco kilómetros de dicha ciudad.

—Justo estamos necesitando más soldados, entre el aluvión y la guerra en el norte nos falta gente, así que, Alegre, desde hoy eres un soldado del glorioso ejército peruano – le dijo – ahora como sea llegamos a la costa, mañana a Chimbote, y ¡de allí para Ecuador! –

Lo subieron al vehículo sin oír más reclamos y cuando la tarde llegaba a su fin, con la última luz del día pudo ver lejano el Huascarán en todo su esplendor despidiéndose de él, mientras daban la última curva en la quebrada de Pachacoto.

Avanzada la noche una fuerte tormenta andina comenzó, y fue acompañada por granizo, rayos y truenos. Desiderio sentado en el porta tropas pensaba “los toros de Kárak y Bombom estarán peleando al ver mi desgracia”, mientras se cubría de las gotas de agua que comenzaban a traspasar la tela de campaña que los protegía.

Fue una larga noche de un travesía abrupta por una carretera que por partes desaparecía, aunadas a ello la lluvia, la oscuridad y el temor de caer a alguno de los múltiples barrancos de las escarpadas rutas ancashinas.

Desiderio dormitaba por minutos y no podía evitar que sus pensamientos volaran a su Pampas querido, en la que la hermana mayor de las Cordero pronto le daría a su primogénito, pero que ahora que iba a ser soldado no sabía cuándo podría ir a conocerlo o si es que siquiera podría hacerlo algún día.

Se quedó recordando la época en que niño aún jugaba a atrapar sapitos en una acequia con un niña de su edad que había llegado junto a su familia desde el centro del país. Nicéfora Chuquimantari, “la joya del Mantaro” como le decía su padre, se había convertido en su compañerita de juegos, y en algún momento Desiderio pensó que el inocente cariño y simpatía que sentían era el amor.

Crecieron juntos y sin prisa hasta que una mañana de mayo, el jovencito que ya comenzaba a cambiar de voz vio a la mayor de las Cordero, en la misma sequia donde ellos jugaban. Ella, un par de años mayor, se lavaba los pies, dejando ver sus piernas de pantorrillas y muslos dorados y carnosos, mientras que luego al agacharse para lavarse el cabello dejó entrever un par de senos florecientes que invitaban a la imaginación infinita y al delirio del adolescente.

Desiderio sintió un estremecimiento telúrico en el pubis y una leve sensación de hormigueo ascendente desde el coxis hasta la nuca. “Challán” había pensado al sentirse abrumado y agredido por la belleza y voluptuosidad de la china. Fue su despertar adolescente al mundo de eros y cayó en un sopor insomne que le duró varios, meses hasta que el tiempo se encargó de poner todo en su lugar.

Con la menor de las Cordero la historia había sido diferente. Se habían cruzado algunas veces mientras él esperaba a la hermana mayor escondido detrás de una peña o un árbol, pues su amor siempre fue furtivo por el carácter irascible del padre de ellas que siempre cargaba su fuete o su escopeta.

En aquellos primeros encuentros accidentales y fugaces, Desiderio casi no le había prestado atención porque ella era aún una niña. Sin embargo, con el paso de los años, la niña se fue convirtiendo en mujer, y cuando cumplió dieciséis años, Desiderio había podido robarle un beso mientras ella recogía agua de el chorro, una caída de agua que desembocaba en un lugar cercano a la iglesia del pueblo. Ese beso no había sido rechazado del todo y eso alimentó las esperanzas del mancebo.

Fue por esa época que había estallado la noticia de la pérdida del oro de don Adrián Alegre, situación que habría de cambiar radicalmente el curso de la historia de vida de muchas personas.

Habían viajado prácticamente toda la noche sin lograr conciliar el sueño en un amanecer violáceo, y al reaccionar pudo contemplar una vez más el inmenso océano. Habían llegado a la costa cerca de Paramonga.

Comieron y bebieron muy bien, en una especie de improvisado campamento al cual iban llegando otros vehículos, pertrechos y conscriptos como él, a quienes inmediatamente les cortaban el pelo, les daban su uniforme, y comenzaban un breve entrenamiento en el manejo de armas.

Ese mismo año la panamericana norte había llegado hasta Chimbote y ese sería el siguiente destino de Desiderio, para de allí dirigirse por vía aérea a alguna bases militar en la frontera o en el mismo Ecuador.

          Llegaron a un campo abierto, con una pista de aterrizaje recientemente acondicionada, sobre lo que hoy es el aeropuerto   teniente FAP Jaime Montreuil Morales. Allí se había montado una base aérea con muchas las limitaciones, pero a la cual llegaban grupos de desmovilizados, exhaustos pero satisfechos y alegres por la labor cumplida.

          Ellos hablaban de las acciones del mes de julio en la que prácticamente se había decidido el curso de la guerra y de la firma del Acta de Talara del mes de octubre, que creaba una zona desmilitarizada. “Ustedes están yendo ya a cerrar no más, así que vayan tranquilos” le había expresado un veterano a un grupo de jóvenes asustados.

          En las noches de fogata mientras compartían alimento y por allí alguna botella camuflada de pisco, los veteranos contaban a cerca de la ocupación del Puerto Bolívar unos meses atrás, la que se había constituido en la primera operación aerotransportada combinada de toda América.

          Durante el avance de las tropas peruanas en la provincia de El Oro, se capturó numeroso y moderno armamento, pero el mando peruano desconocía el lugar y la zona de donde procedían las armas. En un reconocimiento aéreo, se observó una inusual movilización en Puerto Bolívar, ocasionada por la carga del armamento en los vagones de ferrocarril. ​ Fue entonces cuando decidieron lanzar una operación a cargo de paracaidistas para tomar por asalto Puerto Bolívar.

          Al día siguiente de la fogata en la que escucharon todas estas historias, un Hércules de la Fuerza Aérea esperaba por los soldados para llevarlos al Agrupamiento Norte liderado por el General Ureta, que años después sería declarado Mariscal del Perú y compitiera en las elecciones presidenciales de 1944 contra José Luis Bustamante y Ribero.

          El 24 de diciembre de 1941, la misma fecha en que naciera su hijo mayor, Desiderio Alegre llegaba a Machala para unirse a las fuerzas que esperaban listas para comenzar la marcha a Guayaquil, ciudad que ya venía siendo asediada por su golfo por la Marina de Guerra Peruana.

          Al día siguiente habría de partir con su patrulla para refrescar la avanzada a una zona en la que todavía había resistencia militar ecuatoriana, pese a que oficialmente se trataba de una zona desmilitarizada… Continuara

Fin de la quinta entrega
Escrito por David Palacios Valverde

Proxima entrega: jueves 07 de enero de 2021


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