Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte (octava entrega)

 Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte (octava entrega)

Continuamos con la octava entrega del cuento del cuento “Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte”, gracias a la cortesía de su autor David Palacios Valverde

Lee las anteriores entregas aquí.

Octava entrega

Cuando Desiderio vio por primera vez a la mayor de las hermanas Cordero, sintió que un rayo le impactaba directamente en la esquinita dedicada al amor que comenzaba a formarse en su joven corazón. Anduvo enamorado de ella desde ese primer instante; por su parte ella al inicio no le hizo caso porque el adolescente era dos años menor que ella.

Azucena, ya entrando a su natural madurez de hembra no veía con ojos atentos al adolescente que, si bien ya había mudado de voz, seguía siendo delgado y pequeño, aun con aspecto de niño. Pero le causaba gracia la decisión con la que el mozalbete hacía sus mejores esfuerzos por salir victorioso en su empresa.

El muchacho irremediablemente enfermó de amor. Pensaba en ella al anochecer cuando se quedaba horas y horas mirando la luna y las infinitas estrellas, ensayando sus primeros escritos de poeta. Un par de ocasiones el amanecer lo había sorprendido y la mamá Emilia se había dado cuenta del motivo de sus desvelos y cuitas, pero guardó silencio para dejarlo experimentar plenamente esa dulce y triste etapa por la que pasan todos los corazones contrariados.

Desiderio perseguía a la guapa señorita por las mañanas desde que ella dejaba su casa en una estancia cercana, atravesaba medio pueblo, la placita que comenzaba a ser el centro de todo el movimiento de Pampas, y donde un año antes se había iniciado la construcción de la iglesia matriz, hasta que por fin llegaba a la escuela donde el maestro Colonia ya estaba borrando la pizarra con un pedazo de pellejo de carnero. En la escuelita ambos compartían el mismo salón, aunque en distinto grado.

Las primeras semanas y meses él se escondía detrás de las piedras o árboles, y cada vez que ella volteaba hasta se agachaba para intentar hacerse invisible. Azucena, que a veces caminaba con otras chicas de su edad, o llevando de la mano a su hermanita, lo miraba de reojo y todas se reían del niño que quería ser hombre, pero en el fondo no le desagradaba esa muestra de admiración y dedicación hacia ella.

En la escuela, era muy aplicada, aprendía rápido y avanzaba a paso firme en su educación. No se distraía con nada, en los ratos libres repasaba las lecciones ya que en aquellos años la principal orientación de la educación era que los niños aprendan a leer y escribir, algo de lenguaje, ciencias naturales e historia y el dominio de las principales operaciones matemáticas.
Hasta entonces Desiderio también había tratado de ser de los más aplicados en el aula, ya sea porque le gustaba aprender o para compensar las brechas que tenía con sus primos y amigos.

Pero desde que vio a Azucena Cordero lavándose los pies y el cabello en la acequia donde él compartía sus tardes primaverales con su infantil amor idílico, buscando sapitos para llevarlos de una orilla a otra, su concentración para las clases se había transformado en una pasión por el dibujo a carboncillo, insumo que el maestro Ricardo Colonia le había regalado una vez y que luego se convirtió en obsequio obligado cada vez que llegaba desde la costa o desde Huaraz.

Dibujaba los ojos y los labios de Azucena, dibujaba sus pies chiquitos y gorditos que se dejaban ver siempre a través del llanqui u ojota, dibujaba su cabello expuesto al viento las tardes invernales cuando retornaba a su casa y él la seguía de lejos, pero acompañándola para que ella llegara segura con los suyos. Después corría de retorno hasta el chorro donde lo esperaban los primos que se tomaban varios minutos para gastarle bromas al enamorado primo menor.

Varios meses duró esa persecución inocente, que al final de cuentas era bien recibida por la joven, que hasta se sentía sorprendida cuando en algunas ocasiones el adolescente enamorado había preferido otra ruta con los amigos.

Pero cuando llegaron las vacaciones de fin de año, el mozo la extrañó en sus mañanas vacías y en sus tardes todas iguales sin ella. Por varios días había ido a merodear por los alrededores de la casa de los Cordero, habiéndose topado solo con la menor de las hermanas un par de veces, y al preguntarle a la niña por su hermana mayor, había recibido por respuesta que ella se había ido a Casma, a trabajar hasta marzo en la casa de una tía.

Fueron los ochenta y tres días más difíciles de su corta existencia. Anduvo sin ganas de hacer nada; se alejó de los primos y amigos que se divertían a pierna suelta luego de las labores en las chacras. Extrañó ansiosamente el carboncillo que se le había acabado en la última semana de diciembre, porque quiso dibujar su corazón ensangrentado por las horas, días y semanas de ausencia de la mujer amada.

Se alejaba del pueblito y caminaba sin rumbo por varias horas, soñando despierto mientras la imaginaba en la ciudad que él había conocido un par de años atrás, pero a la cual no quería regresar por el trauma que le había causado el mar cuando quiso engullirlo sin misericordia.

Recostado sobre el pasto y apoyando la cabeza en los brazos que reposaban sobre el grueso tronco de un eucalipto, pensaba en ella sin descanso, pero de pronto el temor y las dudas lo asaltaban. ¿Y si decide no regresar?, ¿Y si se queda trabajando y estudiando en Casma? ¿Y si conoce a alguien que le enamore?… se quedaba pensando mientras caminaba y caminaba en el campo hasta el anochecer y solo entonces era que regresaba a su cubil, para escapar de la oscuridad y el frio, pero sobre todo para escapar de su propia soledad al no tener cerca a “su china”, a su Azucena, la mayor de las Cordero, como habría de llamarla por casi noventa años más.

Pero cuando la jovencita regresó, el adolescente sintió que con ella regresaba gran parte de sus sueños e ilusiones; el retorno de ese amor, aunque no correspondido era para él una verde puerta abierta de esperanza plena, que le dio el hálito que necesitaba para seguir viviendo.

                        Una tarde de setiembre, cuando el tiempo se encontraba en ese mágico momento llamado entre claro y oscuro, se oyeron fuertes golpes en la vieja puerta lateral de la casa familiar, donde la mamá Emilia y las mujeres se disponían a dar por finalizada la labor del secado de la oca y recoger el tubérculo de las mantas extendidas en el patio.

                        Todas se miraron entre sí y algo de temor y duda se percibió en el ambiente. Era una situación extraña porque esa puerta solamente era usada por la familia, y en ese momento ellas sabían que los hombres estaban en la chacra de Chimpi y no regresarían sino hasta dentro de dos o tres días más.

                        Los golpes se intensificaron y la mamá Emilia ordenó que abrieran la puerta. Estaba extrañada porque los perros con una actitud desesperada olían por debajo de la puerta y daban ladridos, pero no de fiereza ni rechazo.

                        La mujer que abrió la puerta dio un grito de horror y angustia, pero los perros se lanzaron emocionados sobre el hombre que vestía botas negras, pantalones verdes y un poncho que le protegía del frio y que cargaba una abultada mochila en la espalda, que apareció con el cabello bien repelado, la mirada al frente, la pisada firme y la sonrisa a flor de labios.

                        Era Desiderio Alegre que regresaba a casa después de haberse enfrentado a la muerte en el aluvión de Huaraz y pocos días después por esas jugadas misteriosas que tiene el destino lo había vuelto a hacer en una cruenta guerra en la que habían perecido cientos de compatriotas y extranjeros.

                        La mujer al inicio creyó haber visto una aparición, pues casi todas ellas consideraban que el menor de los Alegres no había logrado sobrevivir al desastre natural de hacía nueve meses, ya que no había dado señal alguna de existencia.

                        La vieja abuela fue más rápida que todas las demás cuando corrió hasta él y se colgó de su cuello como una niña, gritando de alegría y agradeciendo a Dios que le había dado vida para volver a ver a su nieto amado.

— Yo les dije que el aluvión no iba a acabar con mi Dishi– decía mientras lo abrazaba y besaba.

— He vuelto mamita… esto es lo que más quería, regresar a la casa, abrazarte, estar con toda la familia… pero mira con quienes vengo- fue la respuesta de Desiderio, al tiempo que sacando medio cuerpo por la puerta hizo una señal para que sus primos también ingresen en la casa, y entonces la felicidad fue absoluta.

— ¡Hagan caldo!, ¡maten gallinas!, traigan queso- estos cholos seguro están con hambre… gracias Dios mío por concederme tanta felicidad en un solo minuto, ahora si ya puedes recogerme…- y la abuela continuó hablando mientras toda la familia se abrazaba después de meses de separación y la creencia firme que en su momento y en su lugar los tres primos ya no estaban con vida.

Luego, cuando el clímax de la felicidad y emoción ya había sido superado, la vieja mujer esperó un momento a solas, y agarró de una de las orejas a Desiderio.

— Terminas tu comida y te vas corriendo ya sabes a donde-

— Cuéntame, má… ¿varoncito o mujercita, es? –

— Vaya usted mismo a averiguar- fue la respuesta de la anciana.

Así que, una vez terminada la opípara comida que en corto tiempo les habían preparado, y, aprovechando la luz que una inmensa luna llena le prodigaba, Desiderio con paso decidido se dirigió a la casa de la familia Cordero.

Los perros que cuidaban el campo circundante a la casa hasta la cual acompañaba de lejos a Azucena en sus años de adolescencia, no lo dejaron acercarse más, y dado que la puerta no se abrió, el veterano joven ex soldado regresó sobre sus pasos rumiando ansias y chacchando coca como le había enseñado alguna vez su padre, a quien extrañaba desde el primer día en que se había marchado.

Aquella noche no durmió. Había ansiado tanto poder regresar y acostarse en su vieja cama, que en algún momento había pensado que caería rendido y dormiría por cien días para recuperar tanto dolor, distancia recorrida y sobre todo el haber estado escapando de la muerte de manera tan consciente.

Pero no, aquella primera noche fue como un espacio para reencontrarse consigo mismo. Meditó, lloró en silencio con ese nudo que causa dolor en la garganta, recordó cada capítulo de sus aventuras recientes que lo habían llevado desde estar a segundos de caer en los brazos de la muerte, hasta la felicidad absoluta al poder regresar a su terruño y abrazar a su adorada madre y abuela.

Esa noche, acompañado por la luna que iluminaba los andes y el lúgubre y lastimero canto de un tuku que, a lo lejos, oculto en el campanario de la novísima iglesia, hacía sentir su presencia en el momento adecuado, evocó la angustia vivida cuando la masa de agua lo arrastrara hasta el rio Santa, todavía aparecía en sus pensamientos la imagen de Meneses que saliendo del fango se hacía camino hacia el sur; venía también a su mente las dantescas figuras de los cuerpos que ayudó a enterrar y el llanto de los sobrevivientes del aluvión, y entonces aparecían de pronto las imágenes atormentantes de los horrores de la guerra, y el suplicio de los meses de calor extremo.

Como en sus años mozos de enamorado, fue sorprendido por el alba que comenzaba a asomar por su modesta ventana. Sus primos que habían celebrado el retorno con las dos botellas de pisco que Adrián Alegre tenía guardadas para una ocasión especial, dormían profundamente, aunque ante el ruido en el patio uno de ellos despertó y al ver al primo menor levantándose, habló entre sueños:

Ahogado Dishi, caray…-

En el patio ya se escuchaban los pasos de la mamá Emilia, despertando a los gallos para que canten, a las aves para que salgan a volar y compartan sus trinos, a las flores para que derramen su rocío, al sol y al mundo enteros para seguir con la historia.

 Como en su infancia, Desiderio se levantó a ver ese amanecer que había marcado desde ya toda su vida, a ayudar a ordeñar a la vaca que ya no era la misma que le diera una dolorosa coz, y deleitarse sintiendo como su mundo entero había seguido siendo su mundo, aun con él ausente.

Luego corrió con toda la velocidad que le permitían las botas de guerra que ahora calzaba y que eran los únicos zapatos que ahora tenía, hacia la casa de la familia Cordero.

Golpeó la puerta con reserva, ya que no sabía cuál podría ser la reacción de don Amador Cordero, padre de Azucena. Y efectivamente, cuando el destino ya tiene escritas las líneas, las lee sin reserva. Abrió la puerta el viejo campesino, quien, sorprendido por la aparición nunca esperada, no pudo sino reaccionar dándole un abrazo a quien era el padre del hijo de su primogénita.

Lo hizo entrar casi de la mano hasta la modesta habitación en la que Azucena todavía en la cama daba de lactar a un varoncito de nueve meses. Pasada la sorpresa por el retorno de Desiderio, la mujer se incorporó y alejando al bebé de su seno se lo entregó delicadamente.

Desiderio derramando una gruesa lágrima por su mejilla izquierda lo abrazó fuerte y lo alzó en sus brazos, haciendo que el pequeño inicie un llanto incontenible.

— Manuel Alegre, ¡mi hijo carajo!

Después de ello hubo un estallido de júbilo por el retorno del padre del niño y pareja de Azucena, a quien se creía muerto. Hubo sorpresa por verlo transformado con la vestimenta y el corte de pelo de un soldado. Había pasado poco más de un año desde que se fue flanqueado por los dos policías a Huaraz, sin juicio y por propia voluntad, para salvar la salud y honor de su padre.

Emocionado por el recibimiento y el trato cordial inesperados, se quedó a tomar desayuno con la familia, donde compartió también con Alelí, la menor de las Cordero, que, durante el año de ausencia del invitado se había transformado en una bella mujer. Era la pequeña que iba de la mano de Azucena a la escuela, y a la que Desiderio le había robado un beso cuando la dulce chiquilla había cumplido dieciséis años.

Se trató de un desayuno en el que Desiderio ocupó un lugar preferencial. Era como si aquel lugar al lado derecho de la cabecera que ocupaba el viejo Amador Cordero, hubiese sido su lugar natural desde hacía muchos años. Cuando de pronto sintió una punzada abrasadora en su pubis, cuando luego de cruzar disimuladamente miradas con la hermana menor, se percató que ésta se humedecía los labios granates, carnosos como melocotón.

La desmovilización total de las tropas había llegado pasadas las fiestas patrias de 1942, en las que, además, se había celebrado con júbilo el sacrificio heroico de José Abelardo Quiñones que el 23 de julio anterior, conforme consta en los partes de misión y testimonio escrito de testigos presénciales, a las 07:50 horas, la despegó con Escuadrilla 41 del campo de Tumbes para dar cumplimiento a su misión.

Dicha Escuadrilla estaba constituida por el Teniente Comandante Alberti, quien la comandaba, los Tenientes Fernando Paraud, José Quiñones y el Alférez Manuel Rivera, piloteando los aviones de Caza North American 50.

A las 08:00 horas se encontraron sobre el objetivo e iniciaron el pasaje para dar cumplimiento al bombardeo del puesto ecuatoriano de Quebrada Seca. En este preciso momento y cuando el Avión XXI-41-3 que piloteaba el Teniente Quiñones efectuó el descenso para lanzar sus bombas, fue alcanzado por el fuego de piezas antiaéreas enemigas, afectando la nave en sus partes vitales.

Envuelto en llamas el Teniente Quiñones, lejos de utilizar su paracaídas, en el uso del cual era experto, con plena conciencia de sus actos, mantuvo el equilibrio de su máquina y describió con ella un ceñido viraje enrumbándola hacia la posición enemiga, estrellándose con ella y destruyéndola por completo.

Ese había sido uno de los principales hitos para la gesta triunfadora en la guerra con el Ecuador y que los primos Alegre habrían de rememorar siempre esa fecha gloriosa, 23 de julio.

El capitán Martín Pérez, gordo por tantos meses de inactividad en el improvisado cuartel de Sechura y con la cabeza calva reluciente llamó a los 43 soldados a formarse y leyó un escueto telegrama que llegaba desde Lima, en el cual el Gobierno del Perú les daba las gracias por su heroico sacrificio, y les daba a escoger entre continuar la carrera militar o proseguir su vida con una serie de beneficios económicos y varias preferencias en su vida social y económica que nunca llegaron.

Los primos Alegre no dudaron un minuto y decidieron por retornar inmediatamente a su Pampas querido donde esperaron por mucho tiempo los beneficios ofrecidos con la firma signada por el puño y letra del propio Presidente Manuel Prado Ugarteche.

En una destartalada camioneta llevaron a todos los que habían decidido continuar su camino fuera del ejército, hasta una afirmada pista que años después habría de convertirse y consolidarse como la carretera Panamericana Norte, donde los dejaron abandonados a su suerte. Les permitieron llevar consigo algunos pertrechos para el largo camino a casa.

En ese punto iniciaron el retorno rumbo al sur, había varios huaracinos, caracinos y yungaínos, y también trujillanos e hijos de Huamachuco. Se acompañaron hasta donde los caminos bifurcados los fueron separando poco a poco, aunque la travesía duró mucho más de lo esperado, ya que Desiderio cumplió la última voluntad de tres moribundo ex compañeros de trinchera, que en el trance final le habían pedido hacer llegar sendos mensajes a sus familias.

Llegaron a Casma y pasaron la noche de manera precaria en la antigua plaza del pueblo que sería el centro de celebraciones cuando años después se diera su fundación política formal, y al amanecer siguiente emprendieron el largo camino por la ruta de Yaután, la misma ruta que junto a Adrián y Columbo habían hecho diez años atrás.

Hoy regresaban sobre sus pasos, pero con el primo herido a cuestas, caminando hacia las escarpadas soledades de los andes rumbo a su amado pueblito suspendido entre el mar y el cielo.

Quiso el destino que en una de las noches de travesía tuvieran que refugiarse en la misma cueva en la cual el pishtaco había tenido cautivo a Columbo y Adrián Alegre. El primo recordó con horror, pero con estoicismo, la noche tenebrosa que había superado con un asesino alistándose para desollarlo.

— Pucha, su aliento era como del mismo diablo, on… y su ojo verde, clarito se distinguía con la luz de la candela… – iba contando la historia al tiempo que apuraba un trago de ron puro y concluía con un acentuado “¡aj!”

— Esa vez me tocó salvarte, primo. Estamos a mano- dijo Desiderio recibiendo la botella de licor.

— Tú me salvaste de un pishtaco, yo te he salvado del mismísimo océano, así que todavía me debes, jaja ja- respondió Columbo.

Posteriormente, continuaron su camino sin más contratiempo que el paso limitado del primo herido, y cuando vieron las primeras casitas de su tierra querida, se abrazaron, se arrodillaron y dieron gracias a la vida por permitirles llegar a donde su corazón ansiaba arribar.

Parecía que la vida se acomodaba para la familia Alegre después de un año lleno de desgracias. Había regresado la fuerza para poder volver a hacer producir sus campos, los tres jóvenes comenzaban a tomar las riendas de sus propias vidas y de la familia que, con el hijo de Desiderio comenzaba a crecer.

Habían regresado como héroes de guerra y el pueblo entero había caído en un ambiente festivo y se solazaba escuchando las historias de estos veteranos veinteañeros. Niños y viejos disfrutaban oyendo la historia de cómo el patrón San Jerónimo los había protegido de una muerte segura al bloquear las balas de los ecuatorianos con su capa roja.

Solamente los Cáceres miraban con recelo el regreso de Desiderio, escapando del penal de Huaraz por la tragedia de la embestida de la naturaleza. Lo miraban y se alejaban hablando entre dientes o a veces dando un escupitajo al suelo.

Esa tensa situación, no era del agrado de Desiderio, algo en su premonición le decía que no habría de terminar bien, lo que aunado a lo que había conocido durante ese año que estuvo fuera de Pampas había hecho que su mirada del mundo haya cambiado completamente.

Había oído de la Segunda Guerra Mundial, de los enfrentamientos entre japoneses, norteamericanos, alemanes y franceses, había salido del país a defenderlo, sabía que existía un Haya de la Torre, un Mariátegui, un Gonzales Prada, había llegado a conocer directamente al Presidente de la República, que además les había ofrecido muchos beneficios por ser veteranos de guerra. Así que, su mirada ya no era quedarse para siempre en su pueblo cultivando sus campos, cuidando sus animales y criando hijos, su idea era avanzar un poco más y descubrir un poco más de lo que ya había visto.

Sin embargo, el sentirse necesario en la vida de sus seres queridos en su tierra, su abuela, su padre, sus primos que lo necesitaban para poder reactivar la productividad de sus campos y lograr que sus animales vuelvan a reproducirse como antes, como en aquellos tiempos que parecían tan lejanos cuando su padre atesoraba los ahorros familiares en el almacén del trigo.

Además, ahora tenía una familia propia, Azucena y el pequeño Manuel requerían de su presencia tanto en lo económico como en lo espiritual, y, él había sabido cumplir con creces con sus deberes de marido y de padre. Aunque su mujer nunca abandonó su casa paterna donde vivía con la familia Cordero y el pequeño vástago que se desarrollaba firme y precozmente.

Permaneció en Pampas poco más de dos años. Trabajó duro mano a mano, hombro a hombro con los suyos y con la nueva familia que ahora tenía, con el viejo Amador que era un animal dedicado al trabajo más que a su propia familia. Desiderio comenzó a ocupar un lugar preponderante en la casa que lo acogía con beneplácito las noches que había decidido quedarse a pernoctar en el cuarto de Azucena.

En corto tiempo habían logrado sacar adelante dos temporadas de cosechas productivas, y por una extraña razón los animales de la chacra habían comenzado a multiplicarse como en los viejos tiempos, cuando el trigo, la papa, la cebada y las ocas se acumulaban en los almacenes para ser intercambiados o como reserva para los meses posteriores.

Las vacas habían comenzado a parir mágicamente hasta dos terneros por año, algo que no se había visto antes y no se vería nunca más, los conejos y cuyes expulsaban crías de manera ininterrumpida como si se tratara de una carrera frenética, los chanchos y las ovejas parecían enfermos de deseo sexual y se reprodujeron como nunca antes en la historia familiar se había visto.

Sin embargo, se habían escuchado amenazas expresas de la familia Cáceres, quienes juraban vengar la muerte del tío o primo mayor, familia en la que también había hombres de mal vivir, que tenían fama de abigeos y ladrones.

Corría el año 1944, y en una de sus acostumbradas travesías a la costa, Adrián Alegre había escuchado y regresado con la noticia que el gobierno tenía como proyectos en Ancash, la creación de una empresa siderúrgica en Chimbote, y un proyecto que parecía extraordinario como imposible, hacer una gran central hidroeléctrica con las aguas del rio Santa.

Desiderio consideró que era tiempo de volar nuevamente. El mundo y las oportunidades se movían vertiginosamente allá afuera, y él quería correr a devorárselas. Además, otras circunstancias menos visibles también acompañaban su decisión; así que, el día que se marchó a Huaraz, no reveló el secreto que Alelí Cordero esperaba ya, hacía un par de meses un hijo suyo.

Fue a despedirse de la mamá Emilia, que había regresado a su cuarto oscuro del cual había salido cuando llegó la noticia del aluvión. A su retorno a este oscuro rincón más lejos de parecer una persona moribunda y sin ánimos de continuar la vida, continuó, por varios años más, dirigiendo los destinos de la casa y la familia, ahora desde las tinieblas de las cuales no salió hasta el día de su muerte.

Si bien no sería la última vez que conversarían, los consejos de la vieja mujer habían sido como los de una despedida para que Desiderio continúe su ruta con claridad para sus decisiones y sus conceptos de vida, una vida que le depararía muchas historias más, lejos de su terruño o también cada vez que habría de regresar a ese pedacito de tierra que amó hasta su último día de existencia.

Cuando llegó a Huaraz, la ciudad aún no había superado las consecuencias del aluvión. Le tocó cruzar el puente de cal y canto que había visto por última vez cuando logró emerger de las aguas “montado sobre su eucalipto” como les había contado a sus nietos.

Pasó caminando a paso lento viendo los escombros del penal que en más de dos años no se había levantado un poco. Sabía que nadie lo buscaba porque prácticamente se había internado de manera voluntaria, además de haberse perdido durante el alud cualquier documento o vestigio de su paso por allí. Además, era un héroe de guerra.

Caminó dirigiéndose hacia el rio Quilcay y pudo contemplar absorto el tamaño de las inmensas rocas, que superaban los tamaños de casas enteras y altas como árboles. No recordaba la magnitud de esas piedras, porque los días que permaneció escapando de la muerte y ayudando a heridos y rescatando cuerpos, casi no se había percatado de ello.

Lloró amargamente y de manera incontenible cuando regresando sobre sus pasos de aquel diciembre que quería olvidar, fue consciente que estaba en el mismo sitio en el que el destino cruel le había obligado a llevarse los zapatos del cadáver de un pobre desconocido. 

Luego de ello caminó sin rumbo. No conocía a nadie en la ciudad ya que hasta los paisanos que antes habían migrado, regresaron después del aluvión y poco a poco se animaban nuevamente a reasentarse en la ciudad capital del departamento.

Por último, en plena avenida Luzuriaga pudo apreciar a un grupo de hombres elegantemente vestidos que atentamente escuchaban las explicaciones de un hombre ya maduro, canoso, quien con la ilusión de un niño describía con una vocecita chillona, un proyecto en una vieja pizarra de madera. Pasos más atrás se encontraba otro grupo de hombres, de un aspecto menos solemne y que según pudo comprobar después, al igual que él andaban buscando trabajo.

Ese hombre era Santiago Antúnez de Mayolo, el sabio ancashino que fuera candidato a premio nobel y que fue el artífice de las hidroeléctricas que tiene el Perú.

En aquel año era profesor de fisicoquímica en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y recientemente había sido nombrado asesor de la Corporación Peruana del Santa, encargada de construir la central hidroeléctrica del Cañón del Pato. También por ese tiempo tenía a su cargo hacer los estudios para la electrificación del Perú.

Desiderio se adelantó entre el gentío y se acomodó para poder oír al hombre de saco azul de paño y sin corbata…

— Hace varios años, explorando en las alturas del Cañón del Pato, me pareció que era factible la construcción de una presa de cien o más metros en la garganta del cañón. Hice el levantamiento topográfico y ya de regreso al bajar de Huaylas observé con sorpresa que habían cerca de quinientos metros de desnivel entre la entrada y la salida del Cañón del Pato, lo cual planteaba una solución diferente para la utilización de la caída de agua…-

Un hombre lo interrumpió con una pregunta que Desiderio no alcanzó a entender y otro respondió algo que generó las risas de los asistentes. Desiderio se acercaba más, tanto para poder oír mejor, como para estar adelante en caso se debieran inscribir para conseguir el tan anhelado puesto de trabajo.

Santiago Antúnez continuó, al tiempo que meneaba sus delicadas manos blancas:

— Por fin el proyecto ha sido aprobado y ya estamos listos para comenzar la construcción, por lo cual aquí están los ingenieros, los técnicos y vamos a sumar mano de obra de la región… ¡huaracinos caray! ¡caracinos! O mis paisanos aijinos, y todos aquellos que quieran sumarse, ¡vamos a lograr la mayor obra de ingeniería de nuestro país…! – Continuara…

Fin de la octava entrega
Escrito por David Palacios Valverde

Próxima entrega: jueves 18 de febrero de 2021

    También te puede interesar leer