Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte (séptima entrega)

 Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte (séptima entrega)

Continuamos con la séptima entrega del cuento del cuento “Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte”, gracias a la cortesía de su autor David Palacios Valverde

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Séptima entrega

Los primos regresaron a Pampas varios meses después. Si bien la guerra oficialmente terminó solamente algunas semanas después de la batalla sin nombre, cuando en Brasil se suscribiera el tratado de Paz, Amistad y Límites de Rio de Janeiro, la desmovilización tomó varias semanas.

Primero, la patrulla Huascarán fue trasladada a la tórrida Piura a una improvisada base asentada en medio del desierto de Sechura.

Allí, conocieron lo que era “sancocharse en vida”, con temperaturas que superaban con tranquilidad los 41 grados, en un clima seco que hacía que los hombres tengan permanentemente una sensación de estar con la garganta llena de arena. El alimento escaseaba, pero entre los tres se brindaron apoyo permanente.

Esperaron que Columbo pudiera recuperarse, superando varias semanas de altas fiebres y temor de que la infección se afiance, y en algún momento, el médico hasta llego a hablar de la posibilidad de que se pudiera perder la extremidad.

Algunas tardes, los primos se reunían por varias horas mientras jugaban “golpeado” con las barajas. Era entonces que además de ir pensando en las estrategias necesarias para ganar las partidas, iban recordando su infancia y adolescencia, en la que tal vez habían sido completamente felices sin percatarse de ello. A veces cuando la felicidad se hace cotidiana, no sabes disfrutarla y hasta la confundes con monotonía.

Recordaban su vida en el campo, su paso por el aula del maestro Colonia que había fallecido un par de años atrás a causa de un ajuste de cuentas por algún amorío prohibido. Recordaban la imagen dominante y matriarcal de la abuela Emilia que había estado atenta a que esa generación salga adelante y bien formada, con todo lo que era importante para los hombres de aquella época, es decir, que sean honestos y trabajadores, con un intenso amor a la familia y que siempre respondan por sus actos, buenos o malos.

El respeto hacia esa imagen de autoridad estuvo siempre presente para sus hijos y nietos. Ella era una de las personas a las que más extrañaba Desiderio en esos pocos meses en que se encontraba fuera de su tierra. Había extrañado sus palabras y sus consejos mientras estaba en la prisión, había meditado sobre la forma como ella lo había educado para la vida, con disciplina, pero siempre dejándolo volar, preparándolo para los embates que sin tregua da la adversidad a los huérfanos que no tienen la luz y la sonrisa de una madre.

Aquellas lóbregas y desesperantes noches después del aluvión en Huaraz, había querido recibir un abrazo cálido y acurrucarse en su seno. También, cada vez que las pesadillas lo asaltaban, ya sea en su lecho o donde le tocaba dormir, habría querido ir a meterse a la cama de la abuela, como cuando era chico, pero luego recordaba que la vieja mujer no se lo permitía y lo devolvía caminando hasta su petate, y lo acompañaba unos minutos hasta que Desiderio se durmiera. La abuela solía decirle “tú no tienes miedo ¿a?” y el niño respondía entre sueños “nada” …

Sus primos siempre se habían quejado de una evidente preferencia hacia el nieto menor de aquella generación. Pero lo cierto era que la mamá Emilia, así como quería y protegía a Desiderio, le exigía más que a sus demás nietos.

Le enseñó a leer y escribir a los cinco años, el pequeño además aprendió a hablar quechua a la perfección antes que sus primos mayores, porque la abuela le hablaba en ese idioma cada vez que el párvulo tenía, hambre, sueño o sed, cuando le contaba la historia de los toros de Kárak y Bombón, o cuando le hablaba del patrón San Jerónimo, al igual que lo había hecho con su padre Adrián Alegre.

Ella hacía que Desiderio se levante antes del amanecer y le había enseñado a ver como se apagaban los luceros del cielo, a medida que el sol se iba asomando. La vieja abuela siempre tenía mil historias que contar, mitos, leyendas, anécdotas de juventud o historias de los habitantes de Pampas. Aunque nunca había salido del pueblo tenía mucha noción de lo que ocurría en el país y en el mundo.

Desiderio disfrutaba esos amaneceres violáceos, mientras la mamá Emilia le enseñaba a ordeñar a la única vaca que criaba en la casa, ya que las demás estaban en las chacras. Esa misma vaca que años después le asestaría una patada y estuvo a punto de cortar esta historia apenas cuando tenía siete años de edad.

Siempre habría de recordar esos amaneceres con el frio mordiéndole las orejas mientras jugaba con el vaho de su aliento entre sus manos, esos amaneceres con los cantos de los zorzales que despertaban y salían de sus nidos con un canto a todo pulmón, esos amaneceres donde las gotas de rocío sobre las flores amarillas de las retamas se enfrentaban cara a cara con el sol tibio que comenzaba a iluminar, mientras el mundo entero comenzaba a desperezarse e iniciar un día más de vida.

Sus primeros años de vida se habían visto marcados por constantes dolores de barriga y una tosecita crónica que no lo dejaba, y que pudo superar algunos años después con los preparados de leche, miel y ajos que la abuela le obligó a tomar hasta que comenzó la escuela. Era pequeño para su edad y su peso era siempre como el de un niño menor.

Sus primos mayores lo habían incorporado al grupo de arrapiezos que circulaba por el pequeño pueblo haciendo mataperradas, y ya sea, por la diferencia de edad o el poco cuidado que le prodigaban, en muchas ocasiones regresaba a la casa con golpes, heridas, caídas y con señales visibles de haber estado llorando, ya sea por los surcos de lágrimas que se evidenciaban en el rostro sucio por la tierra o por la costumbre que tenía de morderse las mangas de la chompa y humedecerlas cada vez que lloraba.

Los primos también le retaban y se burlaban de él cuando no podía concretar algo, por ejemplo, trepar árboles, cazar lagartijas, montar al burro, lo cual hacía que Desiderio se deprimiera y buscara consuelo en los brazos de su abuela, hasta donde llegaba deprimido o molesto diciendo que nunca iba a poder hacerlo.

Después de muchas lecciones, trabajo conjunto y una profunda concientización, la anciana había logrado que el pequeño internalice sus potenciales y deje de lado cualquier tipo de auto conmiseración.

Llegaron al punto de que cada vez que se sentía frustrado y se acercaba a la abuela con el rostro desencajado, ésta lo recibiera diciéndole “Dishi, cambia esa cara ¿tú puedes?… a lo que el niño respondía con decisión “¡todo!” e intentaba superar el reto, a veces con éxito y otras veces con aprendizaje.

El amor al trabajo, el amor a la familia, y la formación que le había dado la abuela eran las máximas que guiaban su vida. Era por ello que Desiderio tenía decidido que si era necesario regresaría con el primo herido cargado en su espalda, porque ahora que el destino había hecho que esté presente en esa guerra, sabía que llegaría de vuelta hasta su añorada tierra.

Algunos medio días resecos en que las lagartijas llegaban hasta las carpas del cuartel a pedir algo de agua, los soldados habían escuchado que el gobierno estaba pensando dejarlos allí varios meses más abandonados a su suerte, chamuscándose las plantas de los pies, ya que mantener las botas puestas era sencillamente imposible.

Ya habían pasado tres meses desde que se firmara la paz entre el Perú y Ecuador, pero aún no se lograba una desmovilización total en la frontera norte, por lo que todavía se mantenían tropas acantonadas en sendos cuarteles de Tumbes, Piura, Jaén y Maynas.

Los tres Alegres tendrían para un tiempo más en Sechura, aun cuando uno de ellos seguía sin poder ponerse en pie por la herida de bala que llegó a comprometer parte del fémur derecho, lo que causó una ligera torcedura en el caminar de Columbo por el resto de su vida.

Varias veces habían hablado de escapar de ese desierto que ardía como el infierno para los jóvenes acostumbrados a los cerca de 3700 metros sobre el nivel del mar, pero la sola idea de enfrentarse a un mar de arena había disuadido a los primos mayores, a pesar de la insistencia de Desiderio.

Sufrían el estar alejados del mundo entero, no había comunicación con la familia ni amigos, y en las abrasantes tardes interminables gastaban el tiempo hablando de lo que creían podría estar pasando en su tierra, donde seguramente todos lloraban por la muerte de Desiderio en el aluvión de Huaraz, que seguro la mamá Emilia estaba deprimida arrimada en el rincón que habría decidido fuera su último espacio en vida, en su cuarto con las ventanas cubiertas con frazadas, haciendo un ambiente totalmente oscuro, como lo hacían las madres recién paridas en los años antiguos.

Hablaban de la tristeza del resto de la familia Alegre y de otras familias allegadas, como los Valverde, los Hinostrosa, los Collas, los Reynalte … y de las cuitas de las mujeres por la pérdida de los novios en la guerra con el Ecuador, seguramente anteponiendo la vida por la grandeza de la patria, muertes que sentían casi seguras ya que, desde hacía varios meses no recibían noticia alguna de ellos.

Por el tiempo transcurrido Desiderio sabía que su primer o primera descendiente ya había nacido. No tenía idea si era varón o mujer. “Si es varón lo llamaré Manuel, y si es mujer se llamará Emilia” pensaba en silencio mientras sus primos seguían hablando e imaginando lo que en ese mismo instante estaría pasando en su tierra.

Era en esos momentos, mientras el sudor se escurría por sus patillas que Desiderio se ponía a recordar a las hermanas Cordero que habrían de convertirse en parte primordial de su vida, no solo por los hijos que le darían, sino por ser el ancla que haría que retorne siempre a su terruño, a pesar que sus alas lo llevaran lejos o que las circunstancias quisieran alejarlo de Pampas para siempre.

Sin embargo, a lo largo de su vida, siempre recordaba aun sin quererlo a la pequeña “Nichi”, a Nicéfora Chuquimantari, con quien había compartido sus últimos días de inocencia buscando ultush en las acequias, y a la que en algún momento le había cogido la mano y había sentido una emoción hasta entonces desconocida en su niñez que transitaba hacia una adolescencia inmadura.

Nunca pasó algo más que miradas cómplices y el sentir sus manos frías, a causa del agua helada que cogían tratando de capturar a los renacuajos; pero era suficiente para que la pequeña joya del Mantaro se quedara prendada en su memoria para siempre, y siempre aparezca en los momentos de tranquilidad cuando podía evocar esa lejana época, o en los momentos de desesperanza cuando quería regresar a aquellos riachuelos cristalinos.

Por aquel entonces él tenía una docena de años de una infancia plena y bien vivida, con amor de familia, con amigos, aventuras y habiendo enfrentado a la muerte ya, en cuatro ocasiones y salido bien librado, aunque en aquel entonces no se tenía plena conciencia de ello.

Ella junto a su familia se habían asentado en Pampas provenientes del lejano departamento de Junín. Muy pocos conocían la real historia de cómo y por qué una joven familia había atravesado tantos cientos de kilómetros para establecerse en ese alejado pueblo que apenas comenzaba a construirse.

Pero, así como había llegado a su vida, se marchó de ella, a pesar de quedarse en el mismo lugar por varios años más, pero entonces era invisible, ya que para Desiderio la única mujer que importaba, era la mayor de las Cordero … luego la menor de ellas, y por último ambas, ya que pasaron a formar parte indesligable unos de otros en ese triángulo amoroso que se mantuvo incluso después de la muerte

—¡Despierta she! – le gritaron al unísono Columbo y Pompeyo, sacando a Desiderio de sus cavilaciones – ¿en que ya estás pensando tanto? –

Desiderio disimuló y expuso alguna excusa absurda para no sentirse descubierto, aunque en el fondo sabía bien que sus primos sabían a donde se había ido el vuelo de sus recuerdos. Se conocían de toda la vida, y ellos le habían enseñado a mentir de vez en cuando.

Así que, sintiéndose descubierto les confesó que sin querer se había acordado de la Nichi, y al contrario de lo que esperaba, sus primos no se habían burlado de él y más bien cambiaron de tema.

—Este pendejo, ahogado Dishi caray, … más deberías estar pensando en la china Cordero, que ya debe estar criando sola a tu hijo- le dijo Columbo.

—Nooo. Mamá Emicha no va a dejar que nada le falte a su bisnieto, o mi tío Adrián, así que, por eso no te preocupes, cholo – intervino Pompeyo.

—Tenemos que hacer algo y avisar de alguna forma que estamos vivos y juntos – terció Desiderio – aunque sea me escapo –

—Tranquilo she, … si te escapas, rápido te van a chapar, ¿por dónde te vas a ir en este inmenso desierto? … o vas a caer de calor o hambre – volvió hablar Pompeyo, el primo mayor, tranquilizando el ímpetu del joven.

Así que, éste, cabizbajo, compungido y meditabundo se fue a su catre de campaña, buscando sombra, soledad y tranquilidad para reencontrarse con sus dulces recuerdos que al final se habían convertido en una válvula de escape que trataba de evitar una explosión por tanta emoción, dolor y pena contenidas.

Pasadas algunas horas en las que la conversación se hizo amena y las historias y recuerdos no habían parado un instante, el anciano pidió a sus hijos y demás personas que estaban en la habitación que lo dejaran solo, que quería dormir un rato ya que el día venía siendo pesado con tanto movimiento, y que se sentía cansado por tanto alboroto. 

En realidad, lo que Desiderio quería era quedarse a solas con la muerte, pero no para que la historia termine en ese momento, sino solo para que puedan sentarse una vez más frente a frente, pero esta vez sin zozobra.

Esta vez quería intentar conversar con ella, ya que no tenía nada que perder y ya no estaba con ánimos para intentar un nuevo escape, incluso en algún momento había pensado en entablar el contacto directo con ella “para que no se aburra, pobrecita, bastante ya ha esperado, pero no se me vaya a ir hoy día”

Alguno de sus hijos intentó e insistió en quedarse con él, pero Desiderio haciendo un gran esfuerzo se puso en pie y lo acompañó hasta la puerta haciendo caso omiso al pedido de no permanecer solo.

Luego de ello, apagó las luces y la habitación quedó en penumbras, solamente iluminada por un haz de luz que se colaba por la ventana y llegaba a iluminar tenue y cálidamente el espacio deseado.

Por fin, sin el bullicio que había durado todo el día, y que ahora se había trasladado con mayor fuerza al patio de la casa, Desiderio se desplazó casi a tientas, y en medio de la penumbra arrastró una silla de madera y totora tejida, hasta colocarla frente al mueble con apoya brazos en el que se encontraba sentada la muerte.

Se sentó, puso sus codos sobre sus rodillas y con mirada desafiante buscó los ojitos brillantes del espectro. Su aliento caliente y agitado se reflejó en vapor que exhaló en el rostro de la sorprendida aparición.

                        La familia y amigos lloraron amargamente y por varias semanas la supuesta muerte de Desiderio.

                        Su padre había hecho una travesía inmediata a Huaraz en cuanto se enteró del aluvión que arrasara la ciudad. Llegó caminando y lo buscó incesantemente en el hospital de Belén o en las plazuelas de la Soledad y Huarupampa donde cuidaban heridos, ya que la capacidad del nosocomio había sido rebasada ampliamente.

                        Lo buscó incluso en fosas comunes a donde aún iban llegando los cuerpos inertes, pidió apoyo a la policía y a los soldados que de manera desordenada y dispersa se desplazaban por las zonas afectadas por el alud.

                        En medio de su frustración y desesperación, anduvo sin rumbo preguntando a todas las personas a las que podía si habían visto a su hijo, mostrando una fotografía en blanco y negro de la época en que habían ido a la costa y en la que Desiderio casi se había ahogado.

    Nadie le dio razón de él, no solo por la propia vorágine de una ciudad y personas que comenzaban a superar un golpe traumático como la pérdida de familiares, amigos,  pérdidas materiales, o la propia conmoción de una desgracia dantesca como la ocurrida, sino porque la fotografía de un niño de once años no permitía asociarla a la imagen de aquel hombre lleno de barro y rostro sudoroso y sucio que había colaborado rescatando heridos, enterrando muertos o que había trabajado sin descanso para que el hospital se encuentre en mejores condiciones, la noche en que llegó el Presidente Prado, al día siguiente del desastre.

    Algunos le habían dado la referencia que tal vez se había ido en el helicóptero en el que había partido Prado y su hija, y, en el que además habían evacuado a un par de heridos, pero luego le ratificaron que esos heridos eran dos niños que no llegaban a los doce años.

    También había desenterrado con sus propias manos los restos de un desconocido que alguna mujer le había comentado podría tener la edad de Desiderio, pero a pesar del estado del cuerpo descartó de manera categórica que se trataba de su Dishi, no solo por la contextura y tamaño del occiso, sino por las facciones del rostro que aún se dejaban distinguir.

    La información oficial que obtuvo era que en el penal no había ningún sobreviviente y que todos habían sido engullidos por la masa de agua, lodo y piedras que se había desplazado destruyendo todo a su paso, hasta llegar al rio Santa y golpear su ribera y los cerros que la rodeaba y dar un coletazo de retorno hasta detener lentamente su marcha.

    Sin embargo, una vieja mujer desdentada le había dicho que estaba segura de haber visto a un sobreviviente, que había salido de la ola de barro y se había dirigido al sur, pero cuando señaló que se trataba de un hombre barbado, Adrián Alegre perdió todo interés en el relato.

    Sacando fuerzas de flaqueza permaneció en total diez días en la búsqueda del hijo que había demostrado su amor incluso a costa de su propia libertad y en ese momento de la historia incluso a costa de su propia vida.

Lloró con ese llanto de hombre, que llega a ser desgarrador por la existencia de un verdadero dolor, colosal e inmarcesible.

En esos diez interminables días casi no comió ni durmió; bebió apenas el agua necesaria para tener vida y la voz se le acabó por preguntar a todos cuanto podía por el hijo ausente.

Suplicó al patrón San Jerónimo que le diera una señal sobre la vida o la muerte de su hijo, pero esta vez sus ruegos no fueron escuchados y no hubo la menor revelación.

    Cansado, deprimido y ya sin esperanza, al amanecer del día once de su llegada emprendió el retorno a su tierra; lo hizo tal como había sido su viaje de ida: caminando, con las manos vacías, con llanto en los ojos y solo movido por una fuerza invisible que hizo que llegara hasta Pampas, como un fantasma, hambriento, arrastrando los pies y con todo el cuerpo cubierto de polvo o barro.

Los Apus de su tierra y los fantasmas de sus antepasados lo habían protegido, porque quedó para siempre la intriga de donde había estado y haciendo qué, durante quince días que había demorado su travesía de retorno, cuando, la ida la había hecho en tres.

Se presentó en la casa muy temprano, justo cuando la mamá Emilia salía de la cocina después de haber organizado la casa y el día, y se disponía a tomar su posición en el patio para peinarse las blancas trenzas, como lo hacía todas las mañanas.     Otras mujeres de la casa también salieron apresuradas al ver la llegada de Adrián, pero cuando este movió la cabeza en gesto de negación, comenzaron los gritos y los llantos.

Desde que Desiderio había decidido asumir la responsabilidad de su padre y se fuera escoltado por los policías había pasado medio año, pero en ese tiempo la familia entera se había visto presa de la desgracia a cada momento.

Adrián se había dedicado al alcohol y había descuidado los campos y el ganado, las heladas habían llegado en una época no prevista y quemaban los cultivos, la abuela había caído enferma de depresión luego de la partida de Desiderio, y los primos mayores habían sido reclutados a la fuerza para ir a la guerra con el Ecuador.

Así que cuando la noticia de la muerte de Desiderio llegó, habría parecido que era una noticia más de desgracia para la familia Alegre, en un año que era para el olvido.

— ¿Está muerto? – preguntó la abuela

— No lo he encontrado, mamita- respondió Adrián con voz baja.

— No habrás buscado bien-

— He buscado, he preguntado …con mis propias manos he desenterrado a un muerto para convencerme que no era mi hijo …además todos me han confirmado que, del penal, no hay ningún sobreviviente…- sustentó Adrián.

— ¡Dejen de llorar! – ordenó Emilia, para luego sentenciar – ese Dishi nos va a sorprender, ya van a ver-…, luego se sentó en su pequeña silleta de madera y totora y comenzó a peinar su cano cabello con total tranquilidad y seguridad.

— ¿Por qué estás tan segura, mamita? – preguntó una de las mujeres que nerviosa se mordía las uñas ante la revelación de Adrián.

— Lo siento en mi alma… no es todavía su hora, a él lo he criado para grandes cosas… el corazón de una madre sabe…-

— Pero tú no eres su mamá, pues-

— Me lo dieron nacidito, ni un día de vida tenía cuando me he hecho cargo de él…es como si lo hubiera parido…entiendan, yo sé que ese cholo no se ha muerto en el aluvión, lo habría sentido aquí – dijo Emilia poniéndose la palma de la mano en el pecho a la altura del corazón… Continuara…

Fin de la séptima entrega
Escrito por David Palacios Valverde

Próxima entrega: jueves 04 de febrero de 2021

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