Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte (decimoctava entrega)

 Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte (decimoctava entrega)

Continuamos con la decimoctava entrega del cuento del cuento “Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte”, gracias a la cortesía de su autor David Palacios Valverde

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DECIMOCTAVA


— La verdadera tragedia de la vida es no saber cuándo uno se va a morir – le había dicho Desiderio a un joven médico que lo atendía en el Hospital “Ramos Guardia” de Huaraz.

Su familia preocupada por los prolongados silencios en los que caía mientras su cuerpo se mantenía rígido e inmóvil, había decidido llevarlo al nosocomio, ante la imposibilidad de que el doctor Vera fuera hasta la casa a verlo de nuevo.

— Ese viejo está mejor que nosotros, ya les he dicho. Es por gusto que vaya… están gastando su plata en vano…- les había respondido el médico de cabecera, cuando se negó a ir a auscultar al veterano paciente.

Lo cierto era que Desiderio había entrado en una especie de parálisis mental en la que se quedaba congelado por largas horas, recordando tantas historias que había vivido en su larga centuria. Por momentos parecía muerto, porque no se movía hasta por minutos incluso sin respirar; luego soltaba una larga exhalación que parecía ser la definitiva, pero luego comenzaba a toser por un buen rato.

                 Dormía hasta un día entero sin despertar y luego permanecía con los ojos abiertos, con la mirada fija en el techo blanco hasta que comenzaban a caerle gotas y más gotas de lágrimas que mojaban su almohada. Pero luego sus ojos parecían iluminarse y la comisura de los labios se entreabría y dejaba distinguir una sonrisa que, luego se transformaba en una ligera carcajada que se apagaba progresivamente hasta quedar nuevamente en un silencio e inamovilidad sepulcral.

                  Las bisnietas que estaban a cargo de su cuidado hacían turnos para vigilarlo, de tal modo que no estuviera solo en ningún momento. Permanecían largas horas leyendo o enfocadas enfermizamente en la pantalla de sus teléfonos inteligentes, generalmente sentadas en el mismo sillón en el que la muerte había esperado pacientemente a Desiderio el día de su cumpleaños ciento uno.

                        Antes, su familia lo había visto así solamente una vez. Habían pasado solo algunas horas desde el funeral de su hijo, cuando él había decidido acostarse sin comer y sin dar previo aviso a nadie, justo cuando el sol caía dejando su estela rojiza en el firmamento.

                        Lo dejaron dormir mientras familiares y amigos bebían unos tragos recordando al fallecido hijo de Desiderio que, un par de días antes había interpuesto su cuerpo delante del cañón humeante de la carabina de “el Chilca”, recibiendo el impacto de bala que era dirigido al pecho de su padre.

                        Todo se había originado en la antigua enemistad y odio que había entre la familia Cáceres y los Alegre, encono que ni siquiera había logrado sanar, cuando años después, los Alegre rescataran a muchos de los Cáceres de las fauces del sismo del año 1970.

                        Esa enemistad se había visto alimentada además por la ocurrencia de una serie de hechos delictivos que se habían perpetrado en Pampas por un indeseable ex convicto que había llegado al pueblo por amistad o complicidad con los hijos del malogrado Zenón Cáceres, muerto por Adrián Alegre hacía varias décadas.

                        La primera vez que había vuelto a encenderse esa llama de violencia fue en la época en que Desiderio trabajaba como mozo en una heladería en la Plaza San Martín de Lima, cuando el tío José iba a contarle cada dos semanas detalles de la vida de Pampas mientras el mozo fingía atenderlo en la mesa de la terraza.

                        Por aquel entonces lo que había comenzado como una historia de risa porque desaparecían los calzones de las viejas, se había ido convirtiendo en claros hechos delictivos cada vez más graves hasta el día en que se habían atrevido a intentar ingresar a la casa de los hijos de Desiderio, siendo expulsados y perseguidos por los jóvenes y adolescentes que defendían a sus madres y sus propiedades.

                        De eso ya había pasado mucho tiempo. En cierta forma se habían acostumbrado a convivir en una atmósfera de inseguridad cada vez que “el Chilca” regresaba al pueblo encontrando cobijo y complicidad en la familia Cáceres. Hasta entonces no había un puesto policial en el pueblo, y no lo habría por otras tres décadas.

                        Corrían los finales de los años sesenta y varios de los hijos de Desiderio ya habían migrado a Huaraz o a la costa, asentándose en Trujillo, Chimbote y Huacho. Pampas como muchos de los pueblos de la sierra en aquellos años se iba quedando solo con población adulta mayor, mujeres, niños y adolescentes. El fenómeno de la migración del campo a la ciudad estaba en su máximo punto de ebullición y las oleadas de jóvenes y adultos desde la sierra y la selva a Lima y principales ciudades era imparable.

                        Esta situación hizo que personas de malvivir tuvieran espacio libre para cometer sus fechorías; sin embargo, a inicios de 1970 Desiderio estaba en Pampas dispuesto a quedarse hasta cumplir su medio siglo de vida y nuevamente echar raíces con un nuevo proyecto, esta vez se trataba de la idea de descubrir minas de plata, cobre u oro para sacar adelante a su familia y comunidad.

                        En sus muchas correrías había conocido al aventurero Ángel Chávarri, quien le había hablado de Antonio Raymondi, el sabio italiano que fuera autor del primer y más completo inventario de recursos minerales del Perú y que había tenido un paso especial por Ancash. Nunca nadie como él, antes o después, había podido desarrollar conocimientos sobre las características y distribución de los minerales en el país.

Chávarri tenía varias micro minas en la zona de las vertientes ancashinas y le había comentado a Desiderio que había logrado acceder a información valiosa, que, era guardada celosamente por el gobierno. En esta información Raimondi en el siglo anterior, sobre la base de sus investigaciones como consultor geólogo del gobierno, había proyectado enormes yacimientos en el departamento de Ancash, y cuya exploración y explotación serían impulsadas por el novísimo Ministerio de Energía y Minas creado el año 1968 sobre la base del Ministerio de Fomento y Obras Públicas.

Eran años de dictadura militar y Desiderio había decidido hacer un alto en su azarosa vida política para refugiarse en su terruño y tratar de arrebatarle mineral precioso a las entrañas de la tierra, tanto por beneficio propio y, en cierta forma, también en homenaje a su padre cuya vida había cambiado por el precioso metal.

Las hermanas Cordero y los dos hijos menores que aun permanecían en la casa se alegraron cuando lo vieron subir la misma cuesta transitada años atrás cuando llegó jalando una famélica vaca, acompañado por su padre luego del periplo por las haciendas del norte, para comprar la Holstein.

Pero Desiderio era un hombre muy diferente a aquel que había partido junto a su padre arriando el rebaño que huía de la peste del carbunco. Se había ido con el plan de regresar inmediatamente desde Ancón como lo había hecho Adrián Alegre; pero había decidido quedarse en la gran Lima buscando un futuro económico, pero también un sentido de mayor trascendencia para su vida.

Se instaló rápidamente y después de la comida no se detuvo a descansar, sino que sin dar mayores explicaciones a su entorno buscó un pico y una lampa y se fue a las alturas a explorar los suelos y sentar las bases para lo que sería su nuevo proyecto.  Fue recién a su retorno que explicó a la familia sus planes para el futuro.

Sin embargo, no tuvo el respaldo necesario y prácticamente el proyecto se convirtió en una obsesión personal que parecía no tener asidero ni destino favorables. Ello, aunado a los recuerdos y reflexiones permanentes hizo de él un hombre callado a quien le gustaba la soledad y cada día se parecía más a su padre.

Adrián Alegre había regresado de Lima llevando la plata para la familia y para los campesinos que habían depositado la confianza en él y su hijo para llevar lo que les quedaba de ganado a rematarlo antes que la peste los consumiera.

Luego se había refugiado en su Chimpi querido, donde nuevamente el alcohol había hecho presa de él. Cada cierto tiempo aparecía en el pueblo más delgado y desaliñado; raras veces llegaba hasta la casa de las hermanas Cordero a pedir algo; pero cuando pasaron los meses y no llegaba, las preocupaciones comenzaron.

                        Fueron a buscarlo una y otra vez, organizaron grupos para tratar de hallarlo en los caseríos y distritos cercanos, pero no hubo novedades de él. Parecía que la tierra lo hubiese devorado y con mucha pena luego de ciento treinta y un días cesaron la búsqueda, le perdonaron sus deudas y lo lloraron por dos noches, mientras velaban su ropa sobre una mesa, como si de un pitscaqui se tratara. Sin embargo, años después regresaría para ajusticiar a “el Chilca”.

                        Desiderio explotó en llanto cuando la noticia de la muerte de su padre le llegó una tarde de abril, mientras se escondía en un monte lejano; era un dolor desgarrador contrario a lo que tantas veces había creído que sentiría cuando le dieran la noticia. Sin embargo, a inicios del año 70 cuando regresó a Pampas, ya Adrián Alegre tenía varios meses desde su retorno, pero siempre yendo y viniendo, desapareciendo y estando, como una sombra.

Así que, Desiderio estaba y continuó con su nuevo proyecto prácticamente solo. Se levantaba a las cuatro de la mañana cuando los gallos aun dormían, tomaba una taza de café de cebada que él mismo se preparaba en el fogón siempre encendido con carbones perpetuos, y partía montando un viejo mulo sobreviviente de la peste, rumbo a las alturas en busca de alguna veta de mineral que le diera sentido económico a su retorno a su terruño.

De regreso, por las tardes, pasaba por la vieja casa familiar donde las hermanas de la mamá Emilia lo atendían lo mejor que podían, aunque se notaba ya el paso de los años y la pobreza en que se iba sumiendo esa casa que, desde la muerte de la matriarca, había ido cediendo poco a poco al desgaste inmisericorde de los años.

Las puertas estaban apolilladas, los ratones se paseaban a vista y paciencia y sin temor por el polvoriento suelo que cada vez se limpiaba en lapsos de tiempo más largos, y las calaminas estaban a punto de caerse sobre la cabeza de las ya ancianas tías abuelas.

Ya no había perros como antaño, el último había muerto envenenado hacía meses cuando un ladrón había entrado a llevarse las ollas, la plancha y cuanto objeto metálico había encontrado ante la casi nula resistencia de las mujeres. Tampoco estaba la vaca que Desiderio recordaba siempre en medio del patio, rumiando y moviendo la cola mientras la mamá Emilia afanada iba y venía haciendo o supervisando los quehaceres de la casa.

Lloró invadido por la nostalgia la primera vez que llegó, llevando una arroba de papá y una alforja de harina de habas. Tenía demasiados recuerdos en esa casa, especialmente aquel de la vez que regresó de la guerra con Ecuador y la mamá Emilia había corrido a abrazarlo y había saltado y se había prendido a su cuello como una niña, mientras ordenaba que pelen las gallinas para alimentar al nieto amado.

Cada tarde entonces, se dedicó a la reparación de puertas, ventanas y techos; se dedicó a cazar con trampas o veneno uno a uno a los ratones y alimañas que ya invadían la cocina y los cuartos; limpió y adecuó el cuarto que fuera de su abuela y decidió que pernoctaría allí cuando quisiera, total, era un hombre libre. Finalmente, consiguió un par de cachorros a los que llamó Ruso y Gagarín que le dieron la nota de color y calor a la vieja casa.

Pasó el tiempo y la vida volvió a ser rutinaria. Una noche de luna mientras conversaba con su sus hijos y esposas, se enteró con todo detalle de las fechorías de “el Chilca” y sus secuaces los Cáceres, que abusando de su fuerza y sus armas andaban por el pueblo y chacras tomando a la fuerza o bajo amenazas animales menores, cosecha o hasta la ropa de las viejas señoras.

— Son varios, pa – le dijo uno de sus hijos – ya hemos intentado enfrentarlos, pero siempre regresan y abusan de los más débiles. –

Desiderio se quedó en silencio, con la rabia contenida en los puños comprimidos y en la presión que comenzó a sentir en el cuello y en la órbita de los ojos. Pero se contuvo esperando a ver que más podía ocurrir.

Esa misma noche ocurrió algo tan misterioso como inesperado cuando en un momento en que se encontraba solo se le acercó una de sus nietas. La pequeña de unos cuatro años se paró frente a él y le dijo:

— Papito, yo conozco a la mamá Emilia, ella se me presenta entre sueños y me habla –

Desiderio sonrió nerviosamente y luego, tratando de seguirle la corriente de manera burlona le respondió:

— ¿Ah si’? ¿qué dice?, a ver cuéntame –

— Dice que, si quieres encontrar oro, tienes que buscar por la cueva donde casi les acaba el pishtaco a ti, a tu papá y al tío Columbo-

Desiderio se quedó absorto con la respuesta. Preguntó a todos los adultos sobre como la niña podría conocer esa historia, pero luego cayó en la cuenta de que en aquella casa nadie conocía con lujo de detalles lo ocurrido hacía casi cuarenta años.

— También dijo que no confíes mucho ni en los que parecen tus cercanos…- volvió a decir la niña, y sin esperar respuesta del abuelo se fue corriendo a la casa.

Entre incrédulo y curioso, al día siguiente cambió completamente la dirección de sus exploraciones dirigiéndose camino abajo, hacia la costa y no a las alturas en la búsqueda del precioso metal.

Partió en la madrugada aprovechando la luz de la luna. Ensilló al mulo y se llevo consigo las herramientas de trabajo, confiando muy en el fondo en que el mensaje fuera verdadero.

Cuando se encontraba cerca a su destino y cuando la luna se había ocultado tras una gruesa nube negra, sintió un hormigueo extraño que iniciaba en la cintura y terminaba en su nuca.

¡Chaz! hizo su cuerpo y se quedó paralizado cuando a lo lejos distinguió la figura de un hombre sentado sobre una piedra en medio de la oscuridad. En ese mismo instante el equino se detuvo y comenzó una respiración jadeante, nerviosa, negándose a continuar.

Desiderio dudó entre avanzar o regresar sobre sus pasos. Ese lugar le traía los angustiantes recuerdos de aquel viaje a conocer el mar en el cual la muerte estuvo a punto de abrazarlo hasta en dos oportunidades.

Tuvo miedo, pero intentó avanzar; el mulo se le rebeló y no dio un paso más. Desiderio se apeó del lomo de la bestia con un salto ligero y caminó decidido hacia la figura humana que había volteado a mirarlo.

Era una imagen borrosa que, se confundía con las brumas de la madrugada, pero ese perfil y las formas del cuerpo eran inconfundibles: era Adrián Alegre, vestido con la ropa con la que solía emprender sus viajes.

“¿Qué hace mi papá por aquí a esta hora?” pensó Desiderio al tiempo que aceleraba el paso al reconocer a su viejo.

— Tukúu- cantó algún buho en medio de la fosca y una imperceptible garúa caía desviándose con el ligero viento.

“Será que se ha perdido o está viajándose a la costa” siguió pensando mientras se acercaba, esta vez totalmente convencido de quien se trataba, pues cada vez más cerca y con la luna apareciendo nuevamente en el lóbrego cielo, había reconocido sin dudas a su padre.

— Buenos días tayta – saludó sin recibir respuesta, y continuó con paso firme en esa dirección, al tiempo que el mulo lanzaba un ligero relincho y retrocedía lentamente.

De pronto Desiderio cayó en la cuenta de que aquella imagen no se condecía con su actualidad, pues era un Adrián Alegre joven, fuerte, que le hizo evocar al viajero de antaño.

Cuando se pudieron mirar directamente a los ojos, el espectro le sonrió y estiró su mano como para saludarlo o pidiendo ayuda para incorporarse de la piedra sobre la cual estaba sentado. Un aroma de flores se dejó sentir con ese movimiento.

Sin embargo, en ese mismo instante y de manera inexplicable vino a su mente las palabras que le dijera su nieta, supuestamente por encargo de la mamá Emilia.

“No confíes mucho ni en los que parecen tus cercanos”

Entonces, detuvo el movimiento de su mano que ya casi entraba en contacto con su padre, y volviendo sobre sus pasos alcanzó a identificar entre un mareo físico y un intenso dolor de cabeza la clara imagen de su padre aquella madrugada en que casi sucumben a manos del pishtaco. Tenía la misma ropa, las mismas botas, y la misma barba sin rasurar de una semana.

Montó el mulo y partió a galope rumbo a Chimpi a donde llegó al amanecer y encontró sentado en una silla en el pórtico de la casita, a su viejo padre, ya encorvado, canoso y cada vez más delgado. En los surcos del rostro se podía apreciar el trajín de quien ha recorrido muchos años y kilómetros y en los ojos que ya casi no tenían brillo, la experiencia de quien ha visto mucho en la vida.

Abrigado con un poncho, llevaba una taza de café en la mano y sobre la mesa se podría ver el viejo Mauser que había salvado la vida de Desiderio hacía cincuenta años y que luego tomaría la vida de Zenón Cáceres.

— ¡¿Quién vive?! – gritó al oír la cabalgata, y sus perros salieron inmediatamente al encuentro del forastero, pero cuando reconocieron a Desiderio escoltaron al jinete hasta la casa.

Adrián Alegre no había distinguido de quien se trataba, pero había confiado en el instinto de los perros que no habían atacado al inesperado visitante. Era sin dudas alguien no solo conocido, sino también cercano.      

Desiderio bajó del mulo antes que este se detenga y con paso ligero llegó hasta su padre y lo abrazó. Fue una de las poquísimas veces en que le había expresado su cariño de modo tan intenso. El viejo sorprendido se quedó con los brazos firmes pegados a las piernas y luego de manera delicada dio dos palmadas a la espalda del hijo.

Él le contó todo lo ocurrido. Desde la extraña conversación con su nieta y los mensajes que ella le había dado de parte de la mamá Emilia, hasta su inexplicable experiencia en el sitio donde estuvieron con el pishtaco.

Adrián Alegre lo escuchó sin estremecerse, y luego de algunos minutos de silencio y reflexión durante los cuales caminó en un ir y venir interminables, se acercó a su hijo y le dijo: No me sorprende lo que ha pasado, ya con el tiempo tu mismo te vas a dar cuenta que esto es normal. Lo que pasa es que ya he comenzado a recoger mis pasos – …

Fin de la decimoctava entrega
Escrito por David Palacios Valverde

Próxima entrega: por confirmar

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