La presencia de Huayto
Dentro de las siguientes páginas, te invito a explorar un relato con raíces profundas en la realidad misma, una narración que toma vida a partir de las palabras que mi madre compartió conmigo. Cada giro de los acontecimientos, cada matiz emocional y cada momento cautivador que encontrarás en estas líneas, se originan en las experiencias y recuerdos que mi madre atesora en lo más íntimo de su ser. Inspirado por las palabras de quien me dio vida y amor, Para la luz de mi vida, mi guía constante y mi fuente inagotable de amor. A ti, que has tejido paciencia en cada página de mi historia. Este cuento es un pequeño reflejo de la grandeza que representas para mí. Gracias por ser mi inspiración y mi refugio.
La presencia de Huayto
Doña Aurelia Ríos De Paz, era una madre que personificaba la esencia de la ternura y el apoyo incondicional, pero también representaba la dualidad del amor y la firmeza en la crianza de sus hijos. Aurelia poseía un rostro joven a pesar de sus 47 años, estaba casada con Juan Figueroa Cerna, un hombre entregado a su trabajo en la Oficina de Correos de Huaraz. Juancito, como solían llamarlo, era un padre que irradiaba calidez y sabiduría en igual medida, cuya sola presencia era reconfortante, como un faro de tranquilidad en medio de cualquier tormenta. Ambos eran dueños de una conocida bodega en el barrio de Huarupampa de la Ciudad de Huaraz, compartían una vida sencilla y llena de amor. Su bodega, un lugar vecino a una iglesia dirigida por los padres franciscanos, establecía un fuerte vínculo entre la familia y la comunidad religiosa.
El hogar de los Figueroa Ríos estaba formado por sus hijos en la etapa adolescente, quienes colaboraban en todas las labores domésticas, llenando su entorno de vivacidad y alegría. Sin embargo, también albergaba una penumbra de tristeza debido a la prematura y dolorosa partida del primogénito, Juan Eriberto, cariñosamente conocido como «Huayto». Su fallecimiento ocurrió en enero de 1955, a la temprana edad de 27 años, a causa de una enfermedad de difícil tratamiento en aquel entonces.
Huayto, fue un hijo y hermano excepcionalmente amoroso, cuyo afecto y cuidado brillaban en cada momento compartido, era una persona llena de bondad y carisma. su partida dejó un vacío profundo en la familia Figueroa Ríos. Huayto irradiaba un aura de calidez que trascendía las barreras de lo cotidiano. Su sonrisa siempre sincera y su disposición para ayudar a los demás eran sus rasgos distintivos.
La música era el latido de su alma. El canto fluía de él como una melodía constante que alegraba a quienes le rodeaban. Cada nota que brotaba de sus labios resonaba con pasión y emoción, llevando consigo su amor por la vida y su deseo de compartir alegría. Pero su creatividad no se limitaba al canto. Huayto era un talentoso actor, capaz de encarnar diferentes roles y dar vida a personajes con una profundidad conmovedora.
En ese hogar, también vivía Luz, esposa de Huayto, con quien tuvo dos hijos, a quienes, por circunstancias del destino, Huayto dejó físicamente cuando tenían menos de dos años de nacido. En el corazón de Luz habitaba un dolor profundo, una herida que parecía no tener fin. La pérdida de Huayto, había dejado un vacío inmenso en su ser. Cada día que pasaba, sentía la ausencia de su risa, su toque suave y sus palabras reconfortantes. Las noches eran un recordatorio doloroso de la cama vacía a su lado, de la pérdida de la calidez que solía compartir con él. La tristeza se acentuaba al pensar en sus hijos. Aquellos dos pequeños seres que habían sido la alegría de Huayto y su fuente de inspiración, ahora se enfrentaban a la vida sin su padre.
Cada tarde, la familia se congregaba en la sala de su casa frente a un altar dedicado a Huayto, adornado con flores, velas, estampas religiosas y una foto suya, el cual se convertía en el centro de sus oraciones. Un ritual diario en el que imploraban por el descanso y la paz del alma de Huayto, sintiendo su ausencia y anhelando su presencia.
En el día que marcaba el primer mes desde el fallecimiento de Huayto, el atardecer cedía gradualmente su espacio a la inminente llegada de la noche. La cálida luz dorada, que previamente había teñido los cielos de Huaraz, comenzaba a desvanecerse como un suave adiós trazado por el propio sol antes de retirarse por completo. En este momento íntimo y conmovedor, la familia Figueroa Ríos se reunía en la sala de su hogar, como de costumbre.
Aurelia, con gestos llenos de ternura, encendía las velas y colocaba con delicadeza las flores alrededor del altar dedicado a Huayto. A su lado, Luz sostenía con reverencia la fotografía de su esposo fallecido. Carmen y Amanda, hijas de Aurelia, sostenían con firmeza y devoción sus rosarios, esperando el inicio del rezo.
Con serenidad, Aurelia asumía el liderazgo en las oraciones. Desde lo más profundo de su ser, comenzaba a entonar palabras cargadas de emoción y esperanza. Los murmullos suaves y reverentes de sus voces llenaban el espacio, elevándose hacia lo alto con un anhelo de consuelo. Las velas, testigos silenciosos de la devoción de la familia, parpadeaban en armonía con la brisa que se filtraba por las rendijas de la casa, como si fueran guiños cómplices a la trascendencia de ese momento. Los delicados aromas de las flores, con sus fragancias suaves y naturales, llenaban el aire con una presencia tangible, como si fueran un vínculo entre el mundo terrenal y espiritual.
En medio de ese momento de recogimiento, un sonido atronador rompió la calma. El techo de madera crujió y tembló bajo el peso de unas pisadas fuertes y apresuradas, como si alguien caminara sobre él con paso decidido. La sala quedó en silencio, las velas titilaron con intensidad y los corazones latieron acelerados. Los ojos de todos se alzaron hacia el techo, buscando una explicación que no llegaba.
Las pisadas continuaron durante unos segundos que parecieron una eternidad. Aurelia y Luz intercambiaron miradas llenas de asombro y desconcierto, mientras Carmen y Amanda se aferraban aún más a sus rosarios, reflejando en sus rostros el intenso temor que sentían. La casa misma parecía cobrar vida, respondiendo a un eco misterioso.
Pero la extrañeza no se detuvo ahí. Del patio, proveniente de los cordeles de metal que servían para tender la ropa, surgieron sonidos metálicos y vibrantes. Los cordeles, sacudidos por fuerzas invisibles, resonaron como campanas en una melodía inesperada. Era como si el viento mismo hubiera decidido tocar un instrumento hecho de metal y nostalgia.
La tensión en la sala se hizo palpable, y los ojos se volvieron hacia el patio, donde los cordeles danzaban en una danza invisible. El ambiente parecía cargado de electricidad, y los latidos de los corazones eran un eco de los cordeles que vibraban con fuerza. Era una manifestación de lo inexplicable, una danza de lo sobrenatural.
Luz, sintiendo cómo su corazón latía con fuerza en su pecho, se acercó a Aurelia en busca de consuelo y protección. Sus manos temblorosas se aferraron fuertemente al brazo de su suegra mientras sus palabras, llenas de temor y emoción, resonaban en la sala en un murmullo apenas audible: «Debe ser Huayto», dijo con tono temeroso. La tensión en el ambiente era palpable mientras las miradas de la familia se centraban en Luz.
Aurelia, con los ojos llenos de incredulidad y miedo, fijó su mirada en Luz, buscando comprender la afirmación que acababa de pronunciar. Sus labios se abrieron ligeramente, pero las palabras parecían escaparse en medio de la conmoción. Finalmente, reuniendo sus pensamientos, le preguntó con voz temblorosa: «Luz, ¿cómo puedes pensar eso? ¿Cómo podría ser Huayto?». La pregunta flotaba en el aire, tejiendo un velo de incertidumbre entre las dos mujeres.
Luz tomó una bocanada de aire, sintiendo cómo su corazón latía aún más rápido mientras trataba de encontrar las palabras adecuadas para explicar sus pensamientos. Con una mezcla de determinación y fragilidad en su voz, confesó lo que había ocurrido aquella mañana en el cementerio, cuando fue a visitar a su esposo. «Doña Aurelia, en el cementerio esta mañana, estuve frente a la tumba de Huayto. No pude evitar decirle en voz alta todo lo que sentía. Le pregunté por qué nos había dejado, por qué me había dejado sola con sus hijos. Le rogué que cuidara de ellos, que de alguna manera nos demostrara que está con nosotros, que está cuidando de sus hijos», reveló Luz, mientras las lágrimas comenzaban a acumularse en sus ojos.
Las palabras de Luz colgaban en el aire, cargadas de dolor. Su confesión dejó a todos los presentes en un silencio reverente. La revelación de Luz ofrecía una nueva perspectiva, una forma de entender las extrañas manifestaciones que habían experimentado momentos atrás.
Aurelia, mientras procesaba las palabras de Luz, sintió cómo su corazón se llenaba de una mezcla de emociones. El escepticismo inicial comenzaba a ceder ante una sensación de asombro y comprensión. Las lágrimas en los ojos de Luz eran un eco de la tristeza que todos sentían, una tristeza que parecía ser compartida por Huayto en su existencia más allá de la vida.
En ese momento de vulnerabilidad compartida, Aurelia abrazó a Luz con ternura, reconociendo el dolor que compartían y la posibilidad de que Huayto estuviera tratando de comunicarse con ellos. Las dos mujeres, unidas por el amor y la pérdida, encontraron consuelo mutuo en ese abrazo, mientras las velas continuaban parpadeando y los aromas de las flores llenaban el aire con un susurro de esperanza.
La idea se extendió entre los miembros de la familia, y las miradas se dirigieron hacia el altar donde la fotografía de Huayto reposaba junto a las velas encendidas y las flores frescas. Los corazones latían al unísono, sintiendo una mezcla de incredulidad y aceptación. Aquellos sonidos extraños que habían perturbado la noche ya no eran simples ruidos, sino una forma de comunicación, una conexión con alguien que había partido, pero que parecía estar presente en espíritu.
Con una decisión compartida, la familia se reunió nuevamente en círculo alrededor del altar. Las manos se entrelazaron, los ojos se cerraron y las voces se elevaron en una oración conjunta. Sus palabras ya no eran solo un clamor por el descanso de Huayto, sino también una expresión de gratitud por su presencia, por las señales que les había enviado.
Al amanecer del día siguiente, con corazones aún llenos de asombro y una mezcla de emociones, la familia decidió buscar orientación espiritual para comprender la inusual serie de eventos que habían experimentado. Movidos por una curiosidad profunda y una necesidad de encontrar sentido en lo inexplicable, se dirigieron hacia la iglesia de San Antonio, donde buscaban respuestas en la figura del padre franciscano, un hombre sabio y experimentado en cuestiones del espíritu.
El sacerdote los recibió con amabilidad y les invitó a compartir su experiencia. La familia narró los extraños sucesos de la manera más detallada posible. El sacerdote escuchó atentamente cada palabra, asintiendo en momentos clave como si estuviera conectando los puntos invisibles entre el mundo tangible y el misterioso reino más allá de la vida terrenal.
Con calma, el sacerdote comenzó a compartir su perspectiva. Les habló de la creencia en la comunicación entre el mundo de los vivos y el de los fallecidos, una creencia que se había mantenido a lo largo de la historia de la humanidad. Explicó que las manifestaciones que habían presenciado eran, de hecho, una forma de conexión, un medio por el cual aquellos que habían cruzado el umbral de la muerte buscaban transmitir su amor y su presencia a los que aún habitaban en el mundo físico.
Las palabras del sacerdote se convirtieron en una especie de brújula espiritual, guiando a la familia a través de la densidad de sus emociones y la complejidad de los eventos. Con paciencia y cuidado, les habló de Huayto, el ser querido que habían perdido, y les aseguró que no había dejado realmente este mundo por completo. En cambio, su esencia, su energía y su amor continuaban presentes, solo que en una forma más sutil e intangible.
El sacerdote compartió con ellos la idea de honrar a Huayto a través de la celebración de misas en su memoria, no como un rito vacío, sino como un acto de profundo respeto. Al ofrecer estas misas en honor a su descanso eterno, la familia podría fortalecer el vínculo entre los dos reinos: el terrenal y el espiritual. A través de estas ceremonias, podrían enviar sus pensamientos y oraciones hacia Huayto, permitiéndole sentir su amor y cuidado desde más allá del velo que separa los mundos.
Las lágrimas rodaron por las mejillas de la familia mientras absorbían las palabras del sacerdote. En ese momento, todo cobró un nuevo significado. Las manifestaciones misteriosas, en lugar de ser perturbadoras, se convirtieron en un regalo especial, un enlace tangible que trascendía la vida y la muerte. La familia asintió con gratitud, sintiendo un consuelo profundo que irradiaba desde sus corazones. Habían encontrado respuestas en la paz de las palabras del sacerdote y en la comprensión de que el amor de Huayto persistía en formas que iban más allá de su comprensión cotidiana.
Así, con una nueva perspectiva y un sentido renovado de conexión con lo sagrado, la familia partió de la iglesia de San Antonio. Se llevaron consigo el regalo de las enseñanzas del sacerdote, sintiendo que habían cruzado un umbral no solo en su comprensión de lo sobrenatural, sino también en su relación con la vida, la muerte y el infinito vínculo del amor que los unía a Huayto, más allá de toda limitación terrenal.
Autor: José Yzaguirre Figueroa.
Reflexiones finales del autor para los que hemos perdido un ser querido
En numerosas ocasiones a lo largo de nuestras vidas, nos vemos confrontados con situaciones enigmáticas que desafían nuestra capacidad de comprensión. Advertencias sutiles se hacen presentes en nuestro ser, manifestándose como corrientes de intuición que acarician nuestra conciencia, aunque su esencia se resista a ser aprehendida por nuestros sentidos. Es en esos momentos de misterio donde percibimos, más allá de lo tangible, la presencia persistente de aquellos seres queridos que han trascendido el velo de la mortalidad. Si bien su forma física ha desaparecido de nuestra realidad, su energía, amor y sabiduría perviven en las corrientes invisibles que entrelazan nuestras vidas.
Es como si, desde lo más elevado de la existencia, estos seres cuidaran de nosotros con una devoción inquebrantable. Susurran consejos en los vientos suaves que acarician nuestros rostros, trazan senderos luminosos en los recovecos de nuestra mente y tienden manos etéreas que nos levantan cuando flaqueamos. En nuestra soledad y en nuestros momentos de reflexión, encontramos consuelo en la certeza de que su influencia persiste, irradiando luz en nuestro camino y otorgándonos el valor necesario para afrontar las adversidades.
En los santuarios secretos de nuestros corazones, los buscamos en la quietud de la oración. Nos comunicamos con ellos en los susurros de la noche, compartiendo pensamientos, anhelos y gratitud. En este diálogo espiritual, hallamos un bálsamo para nuestras heridas emocionales y un abrazo invisible que acaricia nuestras almas.
Porque, en última instancia, la muerte no es un final definitivo, sino un tránsito hacia una forma de existencia más allá de nuestra percepción sensorial. Como un libro cuyas páginas continúan siendo hojeadas por el viento del recuerdo, el legado de quienes han partido permanece arraigado en nuestra realidad. En cada historia compartida, en cada lección aprendida, en cada risa evocada, encontramos su presencia constante. A medida que mantenemos viva la llama de sus memorias, los hilos que tejen nuestra realidad se entrelazan con su esencia, y en ese tejido, siguen viviendo a través de nosotros, inmortales en el amor y la conexión que nunca se desvanecen.
Así, en el rincón más profundo de la conciencia, reconocemos que nadie experimenta la verdadera muerte hasta que sus recuerdos se desvanecen en el olvido colectivo. Mientras mantengamos la llama encendida, mientras contemos sus historias y mantengamos vivo su memoria, ellos seguirán habitando en los espacios entre nuestras respiraciones, en los latidos de nuestros corazones y en el eterno flujo de la existencia que trasciende las limitaciones del tiempo y el espacio.
Fin.
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