Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte (vigésima tercera entrega)
Continuamos con la vigésima tercera entrega de la novela del cuento “Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte”, gracias a la cortesía de su autor David Palacios Valverde
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VIGÉSIMA TERCERA
Salió de Huancayo tragándose su pena, pero sobre todo con la rabia revolviéndole la bilis y causándole náuseas y dolores en el estómago. Se sentía engañado y herido en su amor propio y al mismo tiempo se sentía ridículo por creer que Nicéfora también podía haberlo mantenido en su corazón con él a ella.
Ahora solo tenía de ella el sobre con dinero que le había dado para que pueda fugar de sus perseguidores mandados por Odría, quienes ya habían llegado a la capital de Junín para apresarlo.
Huyó rumbo a Tarma y desde allí tenía planificado llegar hasta La Merced inicialmente, una ciudad que le habían dicho era de un clima y vegetación muy diferente a la fría sierra y la árida costa; e incluso luego le recomendaron intentar llegar a Oxapampa, una tierra que recién estaba desarrollándose y a donde llegaban colonos y gente que intentaba iniciar vidas nuevas.
Iba en la cabina de un viejo camión que iba a recoger naranjas para llevarlas a Lima, conversaba con el chofer, un obeso hombre maduro que tenía mil historias por contar y cuya verborrea era incontenible. Desiderio solamente oía sus propias ideas.
Pasaron Tarma y cuando pasaban cerca de lo que hoy es el Santuario del Señor de Muruhuay fueron interceptados por una patrulla de policías que les pidieron se identificaran con sus documentos. Desiderio no los tenía y le exigieron que bajase del vehículo y los acompañara a la comisaría.
Estuvo encerrado varias noches con sus respectivos días; algunas veces solo con un poco de agua en una taza despostillada, otras con algo de tubérculos, carne y fruta. Nadie le decía nada concreto, pero él había logrado oír que estaban a la espera de alguien que desde Lima llegara a reconocerlo.
Algunas noches despertaba adormecido y en medio de la oscuridad lograba reconocer al patrón San Jerónimo, quien silencioso solamente se dedicaba a escribir en un cuaderno con una pluma de pavo real. Le hablaba, pero el espectro no respondía, solo escribía y se quedaba en silencio con ojos de pena mirando su pluma o al techo y luego continuaba con sus garabatos indescifrables.
Una madrugada lo despertó la luz de varias linternas y voces que se acercaban hacia su celda. San Jerónimo no se inmutó y siguió con su tarea. Entraron tres hombres, y por los diálogos que se escucharon uno de ellos parecía ser el relevo del Teniente que se encontraba a cargo hasta ese momento. Luego se fueron, haciendo el mismo alboroto con el que habían aparecido, pero sin decirle ni media palabra.
Al día siguiente pasado el mediodía, mientras leía un diario antiguo, llegaron dos policías con valdes de agua que le arrojaron directamente antes de ingresar a la pequeña celda y golpearlo con sus varas de reglamento. Ensangrentado y retorciéndose de dolor en el suelo de cemento pulido, vio que se acercaba un hombre. Eran las mismas botas y la misma forma de caminar de quien casi lo capturara en Barrios Altos aquella vez que un moreno gigante lo había rescatado ocultándolo en un pozo.
— Si es él – dijo – despáchenlo hoy mismo – luego aspiró profundo una bocanada y arrojó la colilla del cigarrillo aun encendido cerca de la cara de Desiderio.
Esa noche le pusieron una venda negra en los ojos y con las manos esposadas a la altura de la cintura y el coxis lo llevaron fuera de la comisaría. Solo escuchaba voces cuando lo subieron a la tolva de la vieja camioneta que fungía de patrullero y se alejaron unos kilómetros.
Desiderio solamente rezaba y trataba de encontrar alguna lógica en la presencia de la imagen de San Jerónimo y la ausencia de la muerte, en esa que parecía ser la noche en que su historia acabaría. Estaba seguro de que esa calamidad era la continuación de la historia por la que había llegado hasta lares tan alejados.
Pensó en el primo Alejandro que le había abierto las puertas de su casa, casi sin conocerlo, solo por esa fuerza invisible que significa tener la misma sangre, pensó en los jóvenes y viejos que habían muerto aquel día solo por tener ideas políticas distintas a las del dictador. Pensaba en cómo era que el sino malvado lo había llevado hasta la tierra de Odría, de quien estaba huyendo y que sería la misma tierra en la que, con algo de suerte quedaría en una fosa.
Le hicieron caminar un trecho más. “Dios mío estoy llorando el ser que vivo” se dijo en voz baja, recordando al poeta; luego alguien le detuvo cogiéndole del hombro izquierdo y haciéndoles presión le obligó a arrodillarse. Intensificó sus oraciones y las lágrimas comenzaron a mojar la venda antes de continuar su recorrido por sus sienes o llegar con el saborcito salado hasta su boca. Le temblaban las rodillas y una especie de electricidad tenue recorría desde su nuca, siguiendo por su espalda hasta perderse en sus brazos.
— ¿Así que has estado confabulando contra el gobierno? – le dijo el hombre que se mantenía en pie, y cuya voz reconoció de inmediato como uno de los que había llegado la noche anterior a relevar al otro grupo. Desiderio se mantuvo en silencio. – Desde Huaraz vienes hasta acá, en lugar de quedarte tranquilito en tu Pampas…- continuó.
En ese momento más dudas invadieron la mente de Desiderio. ¿cómo este hombre podía saber de su terruño? ¿de dónde me conoce?…
Entonces el hombre le cogió de la ropa a la altura del cuello y le hizo levantarse, le quitó la venda, al tiempo que decía:
— Ay Dishi, Dishi, Dishi…- luego, después de unos segundos en los que Desiderio acostumbró su vista a la luz de la linterna, el hombre iluminó su propio rostro.
— ¿Meneses, creo? – dijo Desiderio al reconocer con asombro el rostro de quien había sido su compañero de prisión y a quién había visto salir con vida del alud del año 41.
— Shhhh. Baja la voz, cholo, acá soy el capitán José Yzaguirre – luego los hombres se fundieron en un abrazo de viejos amigos, pero al cabo de un par de segundos el policía nuevamente habló. – Ojalá nos volvamos a ver, pero ahorita corre y no voltees atrás, si te chapan de nuevo, no la cuentas. Toma esta linterna, pero no la prendas al menos por dos horas. Ah, y no tengas miedo de los balazos, voy a fallarlos todos –
Por un segundo las dudas asaltaron a Desiderio. “Corro y me cae el balazo por la espalda” pensó; pero no había otra alternativa, tenía que jugársela entera y así lo hizo. Emprendió veloz carrera con dirección al desconocido camino, casi a tientas, al tiempo que oía ¡Pum! ¡pum!…
…
La década de los años 80 llegaría con relativa calma. Desiderio ya era un respetado sesentón que continuaba con variados proyectos, pero para entonces el cultivo de papa, cebada y maíz, se había convertido en la piedra angular del sustento familiar; además de la crianza de animales menores como aves de corral, cuyes y conejos, lo que permitía dar cierta estabilidad económica a los suyos.
Después de la misteriosa muerte de Adrián Alegre se había sentido completamente solo. Era como si sin importar que su padre estuviera presente o ausente, siempre habría tenido la muleta psicológica de su existencia para sentirse seguro.
Recién entonces, cuando su padre ya no estaba, fue la primera vez que se había sentido totalmente a cargo de todo. Así que, se dedicó con ahínco a organizar todo lo necesario para que las tareas agrícolas y pecuarias funcionaran con relativa autonomía.
Desde las siembras, el cuidado de los animales, el cultivo dedicado para evitar plagas o que la mala hierba invada las plantaciones, hasta las cosechas en las que daba empleo a algunos pobladores de su tierra natal. Confiaba en el ciclo de las lluvias, según sus cálculos y experiencia, pero más que todo vivía esperanzado en el resultado de las batallas de los toros de Kárak y Bombón.
Ya todos sus hijos habían salido de Pampas y las hermanas Cordero habían entrado sin prisas ni pausas a una edad en la que los recuerdos eran más que los día a día reales, y se consolaban mutuamente por ya no tener la casa llena del bullicio que generaban casi una decena de niños, adolescentes o jóvenes, que, de uno en uno se habían marchado, para regresar de vez en cuando en visitas de tres días, acompañados por sus familias citadinas.
Las tardes eran tristes, ya que las mañanas siempre llegaban con su propia dinámica de trabajo y preparación del desayuno y el almuerzo, pero luego de ello, había tiempo para los recuerdos y alimentar la nostalgia, como cuando se le da granos de maíz a un pajarillo enjaulado.
Caminaban con los brazos entrelazados hasta la iglesia del pueblo a donde acudían a diario y puntualmente a oír la misa de cinco, donde a veces eran las únicas oyentes. Después, regresaban ya entre claro y oscuro recordando las palomilladas y anécdotas de los hijos o sobrinos cuando eran niños o adolescentes, o haciendo comentarios graciosos sobre Desiderio, pero sus risas quedaban siempre ahogadas por la tristeza de tener el nido vacío y a sabiendas que nunca más la historia volvería a ser la misma.
Cuando se acercaban a la casa dejaban escapar un suspiro sincrónico que coronaba la melancolía que se percibía en el ambiente.
Desiderio, sentado en una banca de madera que él mismo había hecho, solía comer a esa hora del ocaso habas sancochadas o frutas de la costa, mientras le hablaba a su perro Ringo, al que había nombrado como aquel que lo había acompañado llevando el ganado hasta Ancón durante la peste del carbunco.
A la distancia veía como se acercaban las hermanas Cordero a paso lento y luciendo ya gruesas figuras, el cabello cano y sonrisas apagadas, y era entonces que evocaba la época en que las había conocido, dulces y apetitosas como frutas en proceso de maduración, y extrañaba las tardes lejanas en que dibujaba a carboncillo a una mientras le robaba un beso furtivo a la otra.
Por aquel tiempo su primo Columbo había vuelto a ser el asiduo e infaltable camarada, incondicional cómplice de aventuras y confidente sepulcral de secretos sin tiempo. Se le veía llegar todo agitado por el largo camino, sudando la gota gorda reflejada en el cuello mojado y más colorado que de costumbre.
Aparecía jalando una mulita en la que siempre hacía llegar algunos obsequios provenientes de la costa, desde frutas como mandarinas, plátanos y papayas, pasando por algo de ropa para el frío y hasta diarios de fecha más próxima posible, porque la lectura era un hábito que Desiderio nunca había abandonado.
Se perdían por los caminos solitarios conversando, recordando épocas mejores y lanzando estridentes risotadas que se alcanzaban a escuchar en la casa de las Cordero, quienes al oírlos compartían un poquito de esa felicidad.
Después comían de buena gana, y de vez en cuando hasta se tomaban unos tragos mientras escuchaban música de la nueva ola.
Otras veces era Desiderio que iba a Pariacoto y se quedaba con su primo dos o tres días, e incluso cada tres meses viajaban juntos hasta Casma o Chimbote para luego volver cargados de cosas para el negocio o la familia.
Las noticias de la época eran un sinfín de malas novedades. Desde los estragos causados por el Fenómeno del Niño de 1983, que golpearía con furia la costa norte principalmente; la caída de los precios de los metales y el inicio de una preocupante crisis económica reflejada en las dificultades para el pago de la deuda externa y un fuerte aumento de la inflación y la devaluación del sol peruano; y, para coronar, la aparición de grupos armados atacando violentamente la propiedad pública y privada.
Pampas parecía mantenerse al margen de todo aquello, gracias a su naturaleza prácticamente de autoconsumo y autonomía; sin embargo, las cada vez más transitadas rutas hacia Huaraz o la costa hacían que no se pudiera mantener al margen de todo lo que estuviera pasando en el resto del país o el mundo.
Asimismo, el dial permitía captar con absoluta claridad diversas radios nacionales o regionales como radio “Huascarán”, radio “Ancash”, radio “Huaraz”, entre otras, que más allá de entretenimiento llevaban también las noticias a diario y hasta en triple turno.
Desiderio religiosamente encendía el aparato a las seis de la mañana para oír las noticias que al inicio parecían tan remotas y luego cada vez más cercanas a su tierra. Los primeros años era como cuando en el penal de Huaraz escuchaban las lejanas novedades de la guerra en Europa o Asia, pero poco a poco las noticias eran en el propio Huaraz e inmediaciones.
Se hablaba de un grupo terrorista autodenominado “Sendero Luminoso”, que de pasar de pintas aisladas o iluminación del cerro “Rataquenua” con la hoz y el martillo habían pasado a volar torres de alta tensión dejando sin electricidad y a oscuras por días o semanas a todo el Callejón de Huaylas; poner cargas de dinamita en los bancos, atacar comisarías, entre otros actos propios de su malsana naturaleza terrorista. Sin embargo, aun eran noticias sin rostro concreto.
Fue por aquella época que los primos Desiderio y Columbo andaban recuperando el tiempo perdido por las correrías del primero y la mala costumbre de ser “saco largo” del segundo, quién había vivido por muchos años bajo la sombra de su esposa, pero que, a esas alturas de la vida, tomaba un respiro para vivir lo no gozado.
La primera vez que Columbo había convencido a Desiderio que lo acompañe en una de sus travesías de negocios era para visitar el pueblo de Huanchay, a escasos kilómetros donde se quedarían un par de días. Corría ya el año 1989.
Llegaron sin novedades la mañana del domingo 03 de diciembre y de inmediato Columbo comenzó con la compra, venta y trueque de su mercadería; se sentía como un pez en el agua y Desiderio solamente lo secundaba y lo veía con gusto, desenvolverse en el arte de llevar agua para su molino.
Huanchay era aún un pueblo al que no había llegado la energía eléctrica, así que, pasadas las seis de la tarde, el día se iba acabando y la oscuridad cubría con su grueso manto las callecitas polvorientas y eran pocos los espacios públicos abiertos a esa hora: una pequeña tiendecita, y una pequeña cafetería a donde los primos habían ido a buscar algo de comida antes de irse a dormir.
Su alojamiento ubicado a pocos metros era una casa en la que se rentaban tres cuartos dobles en los que la austeridad era la característica más saltante, apenas tenía las dos camas, una vieja mesa y una silla de madera apolillada; pero era todo lo que necesitaban.
A las 9 de la noche el silencio y la oscuridad ya eran totales y sería a partir de esa hora que comenzaría a producirse un hecho completamente extraordinario para el pequeño pueblito serrano y que serían catalogados muchos años después con los testimonios 100365 y 100374 de la llamada Comisión de la Verdad y Reconciliación Nacional que presentó su informe final el 2003.
Los primos despertaron sobresaltados por unos violentos golpes en la puerta de madera, y al abrir se toparon con la figura de un hombre encapuchado que con un arma en mano y potente luz de linterna los obligó a salir hacia la placita en la que otros encapuchados armados iniciaban una fogata y llevaban a la fuerza a las demás personas del pueblo.
“El jovencito está nervioso, no vaya a ser que se le escape un tiro” pensó Desiderio y le indicó a Columbo que hicieran todo lo que les indicaba, pues el primo, veterano de guerra como él, había insinuado que debían tratar de quitarle el fusil AKM que portaba.
Ya en la placita, a la luz de los maderos encendidos llegó a contar que eran alrededor de 25 los encapuchados, veinte varones y cinco mujeres, siendo una de ellas la que lideraba el grupo, era la más baja de estatura, pero de voz más potente y el don de mando indubitable. Ella no era de esos lares, y Desiderio lo advirtió rápidamente por el modo de hablar y por el calzado que llevaba “Hi-Tec”
Los primos analizaban la situación en voz baja, parecía que tres o cuatro tenían entrenamiento de guerra, que portaban armas de fuego y parecían no ser de la zona, mientras que los otros solo eran jovencitos armados con machetes y que instintivamente seguían las órdenes de la mujer que lideraba el ataque. Entre ellos se llamaban “camaradas” y trataban de dirigirse el menor número de palabras entre ellos.
Lograron reunir alrededor de media centena de personas, hombres, mujeres, niños y ancianos que solo unos minutos antes habían estado dormidos en el calor de sus hogares, trataban de entender lo que en ese momento ocurría mientras intentaban protegerse del frío y ocultar la ropa de dormir jamás exhibida fuera de casa.
Poco tiempo antes, el grupo armado había entrado al domicilio de Felicísimo Magno García Sánchez, un modesto agricultor padre de cinco hijos que meses antes había asumido la responsabilidad política de ser el gobernador del pueblo a pedido de sus propios paisanos.
Al ingresar a la casa no encontraron a García y comenzaron a buscar desordenadamente armas y linternas sin hallar nada, pero si cargaron con zapatos y enseres. Luego pidieron a uno de sus hijos que les dijeran donde se encontraba su padre para luego ir por él y llevárselo hacia la plaza del pueblo. En el camino habían lanzado vivas y arengas terroristas y luego iniciaron cánticos desconocidos.
La otra vivienda invadida fue la del tesorero de la iglesia San Francisco de Asís y secretario general del APRA en la localidad, Nicodemo León Graciano, quien a sus 72 años era conocido por los primos Alegre puesto que había trabajado como administrativo de la unidad de servicios educativos en Pampas.
Desde tempranas horas del día lo habían estado vigilando en el campo deportivo en donde solía recrearse los domingos viendo a los más jóvenes practicar al futbol. Lo cierto era que ya hacía algún tiempo habían aparecido cartelones en las paredes amenazando de muerte a los políticos e indicando que el movimiento terrorista cada vez estaba más cerca y las hijas mayores de Nicodemos le habían intentado convencer para irse a Lima o Huaraz, ante la negativa del hombre.
Cuando los terroristas entraron a su casa se llevaron su máquina de escribir y sus ahorros que tenía guardados bajo el colchón, también se llevaron la biblia de la casa que arrojaron despedazada a pocos metros de la casa cuando salieron rumbo a la plaza del pueblo llevándose a León Graciano.
Una vez allí, los subversivos dinamitaron e incendiaron el Consejo Municipal, la gobernación y el local de correos donde buscaban plata en las cartas y encomiendas, luego sacaron los muebles de madera que alimentaba la fogata que habían iniciado al medio de la plaza y que fue con lo que se toparon Desiderio y Columbo al salir a la fuerza de su hospedaje.
En esos saqueos habían encontrado alimentos que no habían sido repartidos por el alcalde para el Programa del Vaso de Leche, y como muestra de burla habían puesto avena y leche en polvo en los bolsillos y sombreros de Nicodemo y Felicísimo quienes a esa hora ya tenían amarradas las manos en la espalda y habían sido obligados a arrodillarse.
Como entre sueños, Desiderio alcanzó a distinguir de manera borrosa, ya sea por la oscuridad o la fuerte humareda causada por el fuego que abrazaba los maderos y los locales que eran dinamitados e incendiados, a la muerte, como siempre se le había aparecido con el vestido blanquísimo y gorda y exageradamente maquillada, dando saltos en medio del fuego, como disfrutando de un infantil juego.
Entonces comprendió que ella estaba allí para tomar alguna presa esa noche y tuvo miedo como nunca, ya que después de tantos encuentros y desencuentros había aprendido prácticamente a convivir con ella. Pero esa noche los espasmos y el temblor de las rodillas se intensificaron totalmente.
—Cuando me veas correr, tú también sal disparado, pero en sentido contrario- le susurró a Columbo, y este asintió con un ligero movimiento de la cabeza.
—Ya primo, ya me imagino, tú sabrás que eso es mejor para los dos- le había respondido – solo quiero que sepas que estos últimos meses han sido como cuando crecimos con la mamá Emilia…-
—Calla, she – dijo Desiderio cortando la despedida de su primo – mañana nos vamos a ver en Pampas –
Luego de unos minutos, cuando las huestes terroristas estaban distraídas, de manera sigilosa emprendieron la huida por caminos separados. A los pocos minutos Desiderio se dio cuenta que lo estaban persiguiendo.
Felicísimo Magno García Sánchez y Nicodemo León Graciano, fueron asesinados esa noche por la insania criminal de Sendero Luminoso; usaron armas blancas para infringir las heridas mortales y los remataron a balazos.
A la mañana siguiente sus cuerpos aun yacían en la plaza y los familiares no recibieron la ayuda necesaria de los vecinos, principalmente por temor a las amenazas.
“Si los entierran o los velan acá, vamos a volver y los matamos a todos” habían dicho al momento de marcharse con la total tranquilidad que da el saber que no había fuerza capaz de oponérseles en ese momento.
Sin embargo, retando a aquellas amenazas los llevaron en frazadas y ponchos, con la sangre aun chorreando los velaron en la casa comunal para luego enterrarlos sin ataúd a las 4 de la tarde del día 4 de diciembre de 1989.
Desiderio logró escapar de la persecución gracias a que encontró un escondite en una cueva que no recordaba haber visto en su camino; ingresó lentamente, apenas iluminado por una luna nueva un tanto rojiza.
Era una cueva profunda, por lo que su ingreso fue lento, nervioso y casi a tientas, mientras sentía de cerca a los dos perseguidores alumbrados por sendas potentes linternas de luz blanca. Se internó todo lo que pudo y cuando sentía que ya las piernas no le daban más, se arrodilló, juntó las manos a la altura de su pecho, cerró los ojos comenzó a rezar.
Al cabo de unos segundos abrió los ojos y ante su asombro vio que metros más adelante brillaba la tenue luz de una vela. Se ocultó pensando que eran los terroristas que lo seguían, pero cuando se acercó a hurtadillas lo vio.
Era la viva imagen que siempre había estado presente a lo largo de su vida: el viejo hombre calvo y de barba blanca, cubierto modestamente por una túnica color ladrillo, apoyado en una austera mesita de madera, escribiendo en un libro grande con una pluma de pavo; bajo la mesa un cráneo medio oscurecido y a los pies del viejo hombre un león en reposo y que en ese momento se lamía las patas delanteras.
Perplejo y boquiabierto se quedó estático, con la sangre helada, aunque fluyendo a mucha velocidad en sus venas, tratando de encontrar una respuesta lógica, saber a ciencia cierta si se trataba de un sueño o era el temor que sentía lo que generaba que viera algo que en realidad no estaba pasando.
Absorto en sus ideas, no cayó en la cuenta de que sus captores habían entrado también en la cueva y las luces de las linternas se aproximaban poco a poco. Eran dos hombres jóvenes de paso ligero, ambos vestidos con poncho marrón y botas de jebe llevaban el rostro cubierto con pasamontañas negras y estaban armados con cuchillos y machetes.
—Vámonos ya, – decía uno – Es un viejo no más, ¿qué cosa puede hacer? – había alcanzado a escuchar Desiderio al tiempo que se agazapaba y trataba de ponerse a buen recaudo.
—Allí está- respondió el otro, iluminando con el haz de luz el cuerpo tembloroso de Desiderio, quien al voltear la mirada se encontró con los dos terroristas acercándose decididos hacia él, blandiendo las armas blancas que brillaban en la oscuridad por efecto de las linternas.
Con las piernas agarrotadas, la oscuridad reinante y la cercanía de sus atacantes, Desiderio sintió que su ciclo terminaba en esta tierra, y solamente atinó a cerrar los ojos a la espera del golpe letal cuando de pronto escuchó el estrepitoso rugido del león que había visto minutos antes, ahora parado a su lado enfrentando directamente a los perseguidores quienes asombrados se miraban entre sí, sin encontrar respuesta.
El león volvió a rugir y los hombres salieron corriendo despavoridos, perseguidos por el felino, el que a los pocos minutos regresó con el hocico lleno de sangre, caminando lenta y directamente hacia Desiderio quien decidió quedarse inmóvil; el animal pasó por su lado sin prestarle atención. Cuando Desiderio volteó no encontró absolutamente nada, no estaba el león y tampoco San Jerónimo con su vela y sus libros y su cabello cano. Todo era obscuridad absoluta.
Se quedó oculto allí hasta cerca del amanecer y cuando llegó a Pampas, ya su primo Columbo estaba organizando una cuadrilla para ir a buscarlo. Se abrazaron y lloraron de alegría por estar vivos, y también de tristeza porque a esa hora ya la noticia de la muerte de dos personas en Huanchay había llegado. Al día siguiente también encontraron a dos de los terroristas muertos en el camino que llevaba a Pampas.
Las investigaciones posteriores nunca llegaron a una conclusión certera sobre los responsables, pero cada vez que Desiderio recordaba ese capítulo de sus experiencias, siempre terminaba diciendo que algunos de los terroristas seguían viviendo en Huanchay.
Cuando Desiderio contó su extraordinaria historia, se topó con la lapidaria respuesta de su primo:
-No seas pendejo Dishi, en esa ruta no hay cuevas-
Escrito por David Palacios Valverde
Próxima entrega: por confirmar