Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte (vigésima cuarta entrega)

 Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte (vigésima cuarta entrega)

Continuamos con la vigésima cuarta entrega de la novela del cuento “Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte”, gracias a la cortesía de su autor David Palacios Valverde

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VIGÉSIMA CUARTA

Cuando Desiderio llegó a contarle que le había visto en otro lugar y con aspecto de hombre jóven, ya Adrián Alegre sabía que estaba recogiendo sus pasos. Para entonces tenía ya setenta y cinco años y el cuerpo le había comenzado a pasar la factura por la vida desordenada, sin embargo, aún tenía fuerzas para darle soporte a su hijo, como en efecto lo haría tiempo después al enfrentar a “el chilca”.

Los primeros anuncios de que su vida comenzaba a terminar los había tenido en unos sueños recurrentes en los que su amada Consuelo se le aparecía y le decía “Vamos ya”.

Otra clara señal había sido cuando una madrugada mientras evacuaba el estómago, se le había aparecido el fantasma de Zenón Cáceres y le había dicho “Desiderio, hasta ahora sigo gastándome tu oro”, para luego seguir su camino en medio de la llovizna mientras se reía a carcajadas. “Apura ya she, te estamos esperando” había dicho finalmente antes de perderse en la bruma.

Casi cincuenta años atrás su vida había cambiado completamente en un reducido número de semanas. De la alegría que significaba que su mujer estuviera esperando su primer hijo a la desgracia de dos muertes de personas que amaba con el alma y la separación de su familia.

Todo había comenzado aquel lejano abril del año 21 cuando Manuel, su padre y sus dos hermanos Américo y José, le dijeron una mañana de sábado que habían pagado los jornales para que él no fuera a cumplir con la Ley que mandaba que los varones adultos trabajaran construyendo carreteras y caminos. Él tenía a su mujer embarazada y era mejor que se quedara cuidando de ella.

Al cabo de unos días sus hermanos habían regresado llevando el cuerpo de su padre, muerto en un accidente de construcción y poco tiempo después ellos se marcharían hacia la costa siguiendo al tío Florencio, hermano de Manuel; lo hicieron dejando mujeres e hijos, para solo regresar varios años después a los funerales de la mamá Emilia.

Ese mismo año, centenario de la independencia de la patria, le tocaría el horror de perder a su compañera, quien perdería la vida dándole vida a Desiderio, su único hijo, en cuya imagen siempre vio la ausencia de la mujer amada, aunque siempre sintiéndose culpable por no haber estado a su lado en el momento adecuado.

Una tristeza profunda y el alcohol habían sido recurrentes en sus mejores o peores épocas, daba igual, porque un dolor tan intenso como el que había llegado a sentir no pasaría con el transcurrir de los años y más bien se alimentaba cuanto más recuerdos gratos o ingratos permanecían en su memoria.

Por varios años pegaba la cabeza a la almohada y trataba de soñar con una vida que no fue, en la que Consuelo criaba a Desiderio, tres hijos más y una niña, una bella niña que sería la luz de sus ojos y la prenda más preciada de su corazón.

Pero al despertar solo tenía esa vida real en la que estaba solo en su chacra, huyendo de la mirada compasiva de la gente que lo veía como el pobre hombre que perdió a su mujer por demorarse y no llegar a auxiliarla. Entonces se desvelaba, bebiendo y tratando de encontrarle alguna explicación a lo desgraciada que era su vida.

Los años habían pasado y el pequeño bebé que entregara a su madre Emilia desarrollaba rápidamente, a tal punto que cuando menos lo esperaba ya era casi un adolescente con un incipiente bozo a quien llevaría en uno de sus viajes a la costa.

Era el tan recordado viaje de Desiderio para conocer el mar y en el que logró burlar a la muerte hasta en dos ocasiones, una primera gracias al primo Columbo que lo rescató de la corriente marina y luego, al enfrentar al pishtaco y lograr rescatar a su padre y a su primo.

Fueron unos años después en los que, gracias a una buena producción de sus tierras y buenos negocios realizados, que había logrado amasar una pequeña cantidad de metal precioso, entre oro, plata, cobre y zinc, además de algunas piedras hermosas sin mayor valor monetario.

Las atesoró con locura, hasta el punto de hablarles por las noches como si de algún ser vivo se trataría; dormía abrazándolas y era lo primero que veía cuando despertaba, lo último que escondía antes de salir, lo primero en revisar en cada retorno y así, en un ciclo frenético que solo terminó cuando regresó una tarde y encontró restos de trigo en la puerta de la casa.

Ese aciago robo cambió la vida de muchas personas, ya que por capricho del destino se convirtió en algún momento en un motivo de burla que traería consigo la muerte de Zenón Cáceres y la cárcel para Desiderio.

Algún tiempo después, Adrián Alegre habría de descubrir que quien robara su metal precioso sería una sobrina lejana de las hermanas Cordero que le había espiado semanas enteras antes de dar con el valioso tesoro.

Con Desiderio preso en la ciudad, la perdición de Adrián había sido mayor, cada vez más y más licor hasta llegar a ese punto del cual muy pocos retornan. Pero Huaraz había sido arrasado por un gran aluvión y ese había sido el motivo por el cual Adrián se lavó la cara y emprendió camino en la búsqueda de su hijo.

Habían sido varios días de desolación, caminando casi como un sonámbulo, preguntando por doquier si habían visto a su hijo, mostrando una fotografía de un Desiderio casi adolescente que fuera tomada aquella vez que fueron a conocer el mar.

Con sus propias manos había tomado cadáveres tratando de encontrar el rostro de su hijo, o desenterrado cuerpos que podrían haber sido su querido Desiderio, hasta que, al cabo de diez días había retornado.

En su camino de regreso había sido tentado por una bruja que era aprendiz de la famosa bruja de Sechín. Se había quedado con ella por once días con sus noches, queriéndose como se quieren las vacas con los toros, sacándose todo el fuego contenido en el cuerpo desde la muerte de su Consuelo. Pero al final antes de llegar al día doce, había continuado su camino de regreso a Pampas.

Cuando llegó lleno de polvo y barro como si no se hubiese detenido un solo minuto en tu regreso a casa, solo atinó a mover la cabeza ante la pregunta de las mujeres de la casa desatando llantos y gritos hasta que la mamá Emilia dijera “yo sé que ese cholo no se ha muerto en el aluvión, lo habría sentido aquí” mientras se ponía la palma de la mano en el pecho a la altura del corazón.

El regreso de Desiderio, sobreviviente a un desastre natural y una guerra, llenó de alegría a su corazón y se hizo la silenciosa promesa de ayudar a su hijo en todo lo que estuviera a su alcance. Era por eso que siempre lo acompañó en sus locos proyectos como irse tan lejos a buscar una vaca Holstein que diera inicio a su emporio ganadero, o en la locura minera de andar día y noche haciendo huecos en los cerros, o cuando se fueron arriando el rebaño hambriento que escapaba de la peste del carbunco, hasta ajusticiar personalmente al delincuente que le había quitado la vida a su nieto Amador.

Cuando se había dado el sismo del 70, había sobrevivido junto a toda su familia gracias a que la gruesa tapia medianera de la casa había caído detrás y no sobre todos ellos. Hacía solo unos meses de su regreso de la muerte, ya que, ante su prolongada ausencia le habían buscado con desesperación y llorado con resignación; le habían perdonado las deudas y finalmente habían velado su ropa ante la ausencia del cuerpo.

Desiderio, en un camino extraviado de la lejanía, había recibido la confusa noticia que había viajado cientos de kilómetros entre dichos, telegramas y papelitos, sobre la muerte o desaparición de su padre, y había llorado con rabia el no poder estar allí para rescatarlo, buscarlo o enterrarlo. Así que, cuando a inicios del año del sismo se reencontraron en Pampas la alegría había sido superlativa.

Adrián Alegre nunca quiso hablar sobre esos casi dos años en que literalmente no había estado y no se habían tenido noticias suyas; consideraba que a esas alturas de su vida no tenía que darle cuenta a nadie. “Hay mi viejo, siempre con sus misterios” había pensado Desiderio la única vez que quiso sacarle algo de información, antes de sepultar ese capítulo para siempre.

Cuando Desiderio regresó a Pampas pasado el sismo del 70 lo hizo como un muerto en vida, totalmente cubierto de polvo y sangre reseca, y con la misma ropa con que lo había sorprendido el terremoto en Yungay. Quienes habían sido testigos creyeron que la historia había fallado y que era nuevamente Adrián Alegre que regresaba de la búsqueda de su hijo después del gran aluvión. Era su viva imagen.

Adrián supo entonces que ya su tiempo en esta vida había terminado. La alegría inmensa de recibir al amado hijo de nuevo en su tierra era como el gran pendiente que lo mantenía aun aferrado al día a día, a pesar de que ya la salud estaba totalmente resquebrajada y él sufría en silencio un sinnúmero de enfermedades, además de estar ya cansado de la vida, como le pasa a muchas personas cuando la vejez llega a pesar de resistirse a ella.

Solo estuvo en cama un día. Desiderio había habilitado lo mejor posible la casa familiar que había sufrido los estropicios del sismo, pero que aún se mantuvo firme por varias décadas más después del refuerzo correspondiente.

Las ancianas tías que habían sobrevivido ilesas al desastre natural y fuertes y sanas al paso de los años se encargaron de preparar lo mejor posible el espacio para Adrián y lo atendieron con dedicación.

Desiderio pasó a dar las buenas noches y por primera vez a la luz de las velas lo vio como un vulnerable viejecito, quien sentado en su cama con un chullo marrón cubriéndole la calva y sonriendo con los pocos dientes que le quedaban, se despedía con la mano. Él se acercó puso su frente en contacto con la frente de su padre y le dijo:

-Tranquilo, vas a estar bien-

Pero ya el destino había decidido y esa misma noche Adrián Alegre, que había pasado gran parte de su vida caminando partió a un mejor lugar descansando, echado en el mismo lecho en el que muriera su madre, abrigado y en compañía de su familia y de sus mejores recuerdos.

Las hermanas Cordero habían sido uno de los pilares más importantes de la vida de Desiderio desde su niñez y habrían de acompañarlo hasta esa triste edad en la que los seres queridos comienzan a despedirse uno a uno sin que puedas retenerlos, como cuando se trata de agarrar el agua con tus manos.

Azucena, la mayor, había causado estragos inmediatos en el corazón de Desiderio cuando a sus quince años se lavaba en el riachuelo dejando ver sus curvas y su piel blanca. Desde ese día el mancebo había iniciado la cacería que no solo se concretaría si no que se ampliaría a la hermana menor.

Por su parte Alelí, la pequeña hermanita de cabello despeinado y en su última muda de dientes no había causado impacto en Desiderio sino hasta varios años después en el que ya madurando le había dado un beso en la boca cuando la saludaba por su cumpleaños; y más adelante cuando a su regreso de Ecuador la comenzó a ver como hembra.

Ellas habían compartido todo a lo largo de su vida, desde la comida, ropa hasta el hombre amado, padre de sus hijos. No se habían enfrentado por algo en lo que sabían que nunca habría una ganadora y si muchos perdedores y más bien habían construido un espacio en el que todos eran felices y se ayudaban y se querían sin cálculos ni reservas.

Azucena podría haberse sentido burlada, traicionada y humillada, pero prefirió el inmenso amor por la hermana menor y por el hijo que ésta esperaba, a su orgullo de mujer que solamente habría generado dolor y llanto en sus familias. Así que, sus lazos fraternales se fortalecieron y siguieron adelante ante la inicial sorpresa y desacuerdo de su padre, que en poco tiempo comprendió que era lo mejor para todos.

Con la estabilidad en los cultivos y con su ganado creciendo, vieron partir a Desiderio que había decidido participar del proyecto más ambicioso de los ancashinos que era la construcción de la inmensa hidroeléctrica que daría luz a varios departamentos del país, sin saber si regresaría o no; pero también sabían que habría sido imposible retener a esa alma libre.

A su retorno habían celebrado que nuevamente llegaba sano y bueno, aunque esta vez con un cabestrillo y luego de una larga conversación eran los tres para afrontar la vida. Desiderio se quedó casi sin moverse siete largos años al lado de ambas que ya le habían dado un hijo cada una y que le darían en total nueve varones.

Desiderio las amó con sinceridad, a pesar de que nunca pudo sacarse de la mente a Nicéfora Chuquimantari, a quien quería con ese amor platónico del como podría haber sido, que a veces es hasta más fuerte que el propio amor verdadero. Ellas ignoraron ese hecho y de haberlo conocido, lo habrían ignorado aun más, puesto que estaban seguras de cual era su lugar en el mundo de su hombre.

Lo habían acompañado prácticamente toda su vida, aunque sin moverse de su Pampas natal, donde le esperaban cada vez que llegaba de sus correrías y viajes, donde lo lloraban cada vez que creían que no regresaría más o donde con esperanza terminaban diciendo “ese Dishi, donde ya estará”

Así que, cuando los hijos abandonaron su terruño para buscar nuevas aventuras y aquel que había decidido quedarse a acompañarlas hasta el final de sus días había entregado la vida protegiendo la de su padre, las hermanas se habían hecho más unidas aún.

Por más de veinte años habían caminado juntas con los brazos entrelazados rumbo a la iglesia y regresaban recordando tiempos mejores hasta que veían a Desiderio que las esperaba y le saludaban levantando el brazo que cada cual tenía libre.

Así llegarían hasta la década de los noventa, robustas y aparentemente sanas, y dispuestas a estar pendientes de Desiderio hasta el último día de sus días; riéndose de sus múltiples historias en las que cuan saltimbanqui burlaba a la muerte una y otra vez; a veces con historias que no le creían que fueran verdaderas.

Pero fue Desiderio quien tuvo que despedirse de ellas antes de lo que esperaba. También él estaba seguro de que serían ellas las que lo prepararían para el ataúd y dispondrían todo para que tuviera unos funerales como su tradición mandaba; que consolarían a los hijos y nietos con la tranquilidad y templanza de saber que le habían dado todo en vida.

La primera en irse fue Alelí, a quien un agresivo cáncer al páncreas convertido en metástasis comenzó a manifestarse una tarde pasada la navidad del año 1990 en que ya era hora de ir a la iglesia y ante el llamado de su hermana solamente dijo:

-Estoy cansada, no voy a ir, además me duele la espalda-

Esa tarde por primera vez en veinte años Azucena había ido sola a la misa y recién cuando regresó, Desiderio cayó en la cuenta de que Alelí estaba en la casa y la cuidaron esa noche que no quiso salir porque según refirió también tenía picazón en el cuerpo.

A la mañana siguiente ya con la luz del día se percataron de un inusual color amarillo en su rostro y manos, por lo que de manera inmediata decidieron avisar a los hijos desde el primer teléfono comunitario que había en Pampas, y llevarla al hospital de Huaraz.

Ya en el nosocomio el médico dio el fatídico diagnóstico al comentar con frialdad:

– La posición del páncreas en el organismo, justo detrás del estómago y el colón y en contacto directo con importantes estructuras abdominales como el duodeno, la vía biliar, las arterias y venas intestinales, la aorta, etc., hace que el tumor invada otros órganos y se extienda con rapidez. No hay nada que podamos hacer-

Fue así como Alelí Cordero tuvo un par de días para despedirse de los suyos, de sus hijos y de los sobrinos que habían crecido con ella y que amaba como si fueran sus propios hijos también, antes de entrar a la fría sala de cuidados intensivos de donde no salió con vida.

Quien no pudo despedirse de nadie fue Azucena, a quien su hijo Manuel que radicaba en Chimbote le había convencido a pasar unos días mientras superaba la pena de perder a su hermana y compartía un tiempo con sus primeros bisnietos.

Sin embargo, esa sería una decisión que la llevaría directamente a la muerte, ya que pocos días antes el Vibrio cholera 01, biotipo el Tor, se había manifestado en Chancay y la segunda ciudad en la que produciría desgracias sería nada más en el más importante puerto ancashino.

El cólera, enfermedad endémica en la India, habría llegado desde ese lejano país vía marítima a las costas del Perú y desde allí, dadas las muy limitadas condiciones de salubridad, se había extendido también a la sierra y a la selva hasta contagiar, según cifras oficiales, a más de trescientos veintidós mil y cobrar la vida de alrededor de tres mil peruanos.

Instalada en Chimbote, Azucena Cordero sintió unos intensos cólicos mientras cargaba al pequeño bisnieto de un par de meses de nacido que casi le hace perder el equilibrio y soltar al bebé. Con el correr de las horas la enfermedad diarreica se había manifestado en todo su magnitud.

Corrieron a buscar ayuda médica al Hospital de la Caleta y lo único que le dieron fueron sales rehidratantes y recomendaciones de reposo y consumo abundante de agua, pero al final, sería una de las setenta y un personas identificadas como casos fatales en el departamento de Ancash a causa del cólera en 1991.

Las hermanas que se habían querido tanto y que siempre andaban juntas desde la niñez, habían salido por primera y única vez de su Pampas natal para no volver más; y el destino había querido además que por disposiciones sanitarias se entierre a Azucena inmediatamente en Chimbote.

Así, a la hora de la muerte quedaron sepultadas a cientos de kilómetros de distancia, una en Huaraz y otra en Chimbote, cerca a sus hijos, pero lejos de Desiderio que había decidido seguir viviendo en Pampas, solo y tragándose su dolor cada día.

Se refugió en sus recuerdos y en la alegría de recibir noticias permanentes de hijos y nietos que crecían profesionales, deportistas, artistas, y que se comían el mundo cada uno a su modo y a su real saber y entender.

Había aceptado invitaciones para ir a verlos de vez en cuando, y hasta en alguna ocasión había viajado con algunos de ellos fuera del país y había conocido la Capilla Sixtina de la que había oído hablar al sabio Antúnez de Mayolo en una vida muy lejana.

            Había conocido esas ciudades maravillosas de Europa de las que había leído tanto a lo largo de su vida y que por tanto tiempo fuera uno de sus más profundos anhelos, especialmente en sus años de juventud y adultez temprana.

            Pero entonces, lo único que quería era regresar a su Pampas, donde veía en cada espacio gran parte de su historia y disfrutaba de eso. Disfrutaba rememorar como era la vieja casa de la mamá Emilia que ya por el paso de los años había sido rehecha casi desde los cimientos; disfrutaba pasear mirando la iglesia a la que iban puntualmente sus mujeres; reía al pasar por lo que fuera la escuelita donde ya se levantaba un consolidado colegio.

            Cuando las fuerzas y el ánimo le permitían llegaba hasta el Chimpi querido de su padre, que entonces estaba completamente derruido, o hasta Huanchacc Pucrán que fuera su centro ganadero hacía medio siglo y esbozaba algunas ideas para iniciar un nuevo proyecto.

            Pero ya era un hombre de más de ochenta años, que vivía con tranquilidad recibiendo bimestralmente la visita del primo Columbo que trataba de animarlo a irse a vivir de una vez a Huaraz.

—Ya estamos viejos, she- le decía – vamos a disfrutar de los hijos y nietos; allá te van a cuidar bien, hay hospital, hay televisión…-

—Manan, she- respondía en quechua negándose -Aquí estoy tranquilo, nadie me jode-

Por aquellos tiempos llegó la noticia de la muerte del primo Pompeyo en el lejano Cuzco. Había sabido escabullirse de muchos problemas, originados en líos de faldas principalmente. Nunca se supo a ciencia cierta cuantos hijos había llegado a tener ya que siempre surgía alguno en los sitios más recónditos del país.

Con resignación más que tristeza, los primos lo habían recordado entre risas remembranzas de viejas anécdotas, y pidieron a sus hijos pudieran organizar todo para que pudieran viajar al ombligo del mundo a enterrar al primo amado y camarada imperecedero de mil aventuras.

Pero el golpe más fuerte aun estaba por llegar todavía hacia 2017 cuando la muerte se llevó a un ya nonagenario Columbo Alegre, quien hasta ese entonces, salvo la cojera que arrastraba desde la guerra con Ecuador, tenía una salud que hasta sus propios hijos y nietos envidiaban.

Con su sobrepeso característico y su espíritu bonachón había vivido plenamente hasta acercarse al siglo de vida, aun asumía algunas responsabilidades en la casa de su hija menor donde vivía rodeado de sus nietos a quien entretenía contando las historias de los escapes de la muerte de su primo Desiderio.

Aquel año el país era azotado una vez más por la furia de la naturaleza: un nuevo fenómeno del Niño caía inmisericorde en costa, sierra y selva y las inundaciones causadas dejaron más de cien mil damnificados, diez mil viviendas destruidas y medio millón de personas afectadas, además de varias decenas de muertes y cientos de hectáreas de cultivo perdidas.

Columbo asentado en Huaraz no veía con preocupación las lluvias cada vez más intensas que se producían, tal vez porque antaño en Pampas eran así de fuertes, con rayos y truenos que hacían imaginar esas fantásticas batallas de los míticos toros de Kárak y Bombón que les habían enseñado desde niños.

Un martes de febrero su familia había decidido ir a pasar un rato de solaz en el campo, en el sector llamado Nueva Florida, distante solo a unos cuantos kilómetros de la ciudad, aprovechando las vacaciones escolares y tiempo libre de los adultos.

Almorzarían y regresarían rápidamente, puesto que se celebraban los carnavales y no querían perderse el llamado martes guerra, costumbre en la cual cientos de niños, adolescentes y jóvenes salen en hordas a mojar o pintar a transeúntes, especialmente mujeres jóvenes; y que luego culmina en jolgorio conjunto de todos los barrios en la plaza de armas.

Sentado en una silla de tela azul, Columbo supervisaba la preparación de la pachamanca y de rato en rato se levantaba para echar una mano, o caminaba con los nietos buscando lagartijas y tarántulas, mientras se secaba el sudor del cuello y se limpiaba el empasto que se producía entre la humedad y el bloqueador que le colocaban en el rostro.

De pronto comenzó una grácil garúa a la que casi no le prestaron atención, luego oyeron el estruendo de un trueno lejano y al cabo de unos pocos minutos la lluvia torrencial alcanzaba su cenit obligando a todos a correr y buscar refugio de manera inmediata bajo árboles o rocas.

Uno de sus nietos lo llevaba del brazo mientras Columbo se cubría con un periódico y hacía el ligero trote riéndose de la situación.

-Mi silla se va a mojar- le dijo al nieto, que se desprendió de él solo unos segundos para alejarse unos metros alcanzar la dichosa silla azul.

De pronto la vida entera se detuvo. Todos alcanzaron a ver un resplandor eléctrico que en un segundo cayó desde el cielo y desapareció, y oyeron un golpe seco, como de una explosión cercana pero no estruendosa, y en el lugar donde estaba Columbo una mancha negra maloliente y humeante. Pocos metros adelante los restos calcinados del casi centenario hombre.

-Oye pendeja, deja ya de jalar tanto la pita- le había dicho un molesto Desiderio a la muerte el día del funeral y esta se había ido rápido como escabulléndose de su reproche.

Continuara…

Escrito por David Palacios Valverde

Próxima entrega: por confirmar

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