Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte (vigésima primera entrega)

 Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte (vigésima primera entrega)

Continuamos con la vigésima primera entrega de la novela del cuento “Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte”, gracias a la cortesía de su autor David Palacios Valverde

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VIGÉSIMA PRIMERA

Al poco tiempo de las revueltas de Arequipa el régimen de Odría cayó para dar paso al llamado “Reformismo civil moderado” que se iniciaría con el segundo gobierno de Manuel Pardo y Lavalle, pasaría una pequeña turbulencia con una Junta Militar Transitoria y culminaría con el primer gobierno de Fernando Belaunde, hasta 1968 en que se daría un nuevo golpe militar.

            Durante esos años de relativa calma en lo político y social, la vida de Desiderio se dio entre Lima, Pampas, Huaraz, y hasta tuvo la oportunidad de conocer otras provincias del país, las que aunadas a todos aquellos espacios que había recorrido durante el año y medio que estuvo prófugo, hacían que tenga una idea muy clara de la complejidad del territorio del Perú.

            Iba y venía; se quedaba un corto tiempo al lado de su familia y nuevamente estaba en Huaraz buscando oportunidades de trabajo, ya que, la provincia se recuperaba a paso veloz de los efectos del aluvión del año 41, y se apreciaba bonanza económica, social y cultural por doquier.

            Otras veces estaba en Lima, donde se dejaba absorber por la vorágine de la vida política que cada vez le apasionaba más y más; y como no, también, aprovechando las múltiples oportunidades laborales de una ciudad en la que la construcción se encontraba en su expresión de auge máximo.

Desiderio participó activamente en la campaña política de 1956, en la cual por primera vez participaban las mujeres, y en la que el Partido Aprista apoyó de manera determinante la segunda elección de Manuel Prado que logró imponerse a Belaunde y a Hernando de Lavalle.

Al asumir el mando el 28 de julio de 1956, aquella misma tarde en la Plaza de Armas de Lima ante una gran multitud expectante firmó la Ley N° 12654, la cual disponía la libertad inmediata a todos los ciudadanos arbitrariamente detenidos por el régimen de Odría, y la suspensión de todos los juicios por causas político-sociales, así como la derogación de las leyes que excluían a los principales partidos de participar en política.

Durante esos años realizó los más diversos oficios e impulsó sus emprendimientos. Fue inspector municipal del distrito de Santiago de Surco, vendedor de las tiendas Monterrey y almacenes Tía, albañil en la construcción del hotel Crillón, y cada vez que conseguía nuevo empleo no podía dejar de pensar “unos kilos menos y habría sido jinete”, recordando a su primo Alejandro.

En algunas épocas en que no tenía un trabajo fijo, se había dedicado a buscarse la vida vendiendo poemas y rosas cerca al Puente de los suspiros de Barranco, y de vez en cuando con sus pasos llevándolo a Miraflores había visto deambular a la muerte, especialmente en el novísimo puente Villena, inaugurado en 1967 y que se convertiría en el paraíso de los suicidas.

Otro de los oficios que le había tocado ejercer fue el de operario de panteón en el cementerio Presbítero Maestro, el primer camposanto civil de América inaugurado en mayo de 1808.

Mientras trabajaba, veía entrar a la pendeja con cada cortejo fúnebre, se miraban fijamente a los ojos y a la distancia hasta parecía que el espectro le saludaba levantando ligeramente la barbilla.

Algunas veces cuando llegaban féretros y familias y ella no estaba presente, hasta sentía que la extrañaba. “Estará ocupadita por otros lares” pensaba.

Su vida en Lima se desarrolló en ese vaivén hasta que pudo cumplir uno de sus grandes anhelos y conocer a Víctor Raúl Haya de la Torre, aquel prohombre del cual había tenido una primera noticia, en aquellos tiempos tan remotos en la cárcel de Huaraz los días previos al aluvión del 41.

Cuando había llegado a Lima el año 54, Haya estaba asilado en la embajada de Colombia y poco tiempo después había logrado salir del país por la presión internacional.

Colaboró activamente en la campaña presidencial del 62 en la que el líder aprista obtuviera la mayor parte de los votos, pero por un veto de los militares no obtendría la presidencia; acto seguido se perpetró un golpe de Estado que daría como consecuencia la instalación de una junta militar que convocó a elecciones al año siguiente, siendo electo Fernando Belaunde Terry.

Desengañado de la vida política cuando hubo decidido regresar a su tierra partió de Lima y en el camino se enteró que su hijo Eleazar llegaba a la capital en marcha de sacrificio por la creación de la universidad de Ancash. Era Marzo de 1968.

Cuando los recuerdos y la costumbre lo llevaban a Huaraz, había épocas en que trabajó como operario en la fábrica de gaseosas “El Fénix”, o “gaseosa huaracina” como era comúnmente conocida, bajo las órdenes de su fundador y propietario Francisco Maguiña Condor. Asimismo, el destino lo había llevado a ser portero del Club Social Huaraz que había sido fundado en 1892.

Ubicado en la calle Echenique, cerca de la plaza de armas, contaba con uno de los mejores locales vistos en esa tierra, en el cual destacaba una impresionante escalera de mármol y pasamanos de metal dorado. El local era inmenso, con pisos de madera, ambientes para juego de naipes, póker, salón de billar, juego de sapo, entre otros.

Los socios pertenecían a las familias tradicionales de la ciudad, pero también se tenían personas de otras provincias, pero de destacado desempeño profesional o empresarial o que destacaran en los aspectos culturales, que eran altamente valorados.

En aquella época la capital del departamento de Ancash se daban pomposos bailes sociales donde las damas exhibían sus mejores galas y su excelsa belleza; sin embargo, lo que más destacaba y quedó para siempre en el recuerdo de Desiderio era la unión de los socios y su lealtad inquebrantable a pesar de cualquier circunstancia.

La muerte de su hijo Amador había sido dramática y hasta traumatizante; era una escena desgarradora que nunca se borró de su mente, y que, de manera repetida aparecía en sus peores pesadillas. Ya sea despierto o dormido era recurrente la imagen de la sangre saliendo incontenible del pecho y boca del hijo que nunca había salido de Pampas.

Luego, los ojos abiertos en los que, en un par de segundos se fue el brillo de la vida en sus pupilas color miel y solamente había quedado un gris opaco en la mirada perdida.

            Sin embargo, cuando pasados los días y con cabeza más calmada había analizado la situación, había llegado a entender que su sentimiento de culpa no era por la muerte causada sino por la vida no compartida al lado del hijo mayor de Alelí Cordero; por el propio estilo de vida que durante la juventud había llevado queriendo devorarse el mundo entero cada día.

            Sus constantes idas y regresos, su tiempo en Lima tratando de huir de un destino que entonces creía desgraciado en un pequeño pueblo en el cual la subsistencia diaria era la prioridad primera, y en el que la dulzura de la intimidad de su hogar muchas veces le sabía a empalagosa melcocha azucarada, habían hecho de él un padre ausente, incluso cada vez que se encontraba en Pampas.

            Su indesligable sentido de pertenencia estaba constituido principalmente por los recuerdos de su remota infancia, por la sencilla tumba de la mamá Emilia enterrada en el modesto camposanto, por sus proyectos truncos de las vacas o el oro, y en el celo animal que lo asaltaba cada vez que estaba cerca de Azucena o Alelí, cuyas descendencias habían crecido sin cesar.

            Sin embargo, su naturaleza de padre nunca había despertado plenamente en todos esos años, y tras la emoción que había significado conocer a su primogénito cuando regresó habiendo superado el aluvión y la guerra, solo veía arrapiezos aparecer y correr por la casa o el campo, sin llegar a distinguir siquiera cual era cual.

Los veía crecer compartiendo ropa, penas y otras experiencias, mezclándose entre sí sin reservas, pero luego, era él quien desaparecía en sus peripecias de vida y cuando regresaba ya no podía reconocer a los adolescentes que encontraba y entonces solo se conformaba con la imagen de los niños que había dejado tiempo atrás.

Su descendencia puramente masculina aseguraba la prolongación de su estirpe por generaciones y Desiderio estaba orgulloso de ello; sin embargo, recién fue el día en que su hijo Amador murió en sus brazos, que por primera vez había sufrido en sus entrañas el amor inmarcesible que se siente por la propia sangre.

Ya instalado en Huaraz al poco tiempo de aquella desgracia, meditaba una noche de viernes mientras pintaba a carboncillo, como en su infancia, y, se recriminaba el hecho de no haber estado “más” presente en la vida de Amador ni de sus otros ocho hijos y dos mujeres.

No había podido coleccionar recuerdos, esos que hacen que uno esté seguro de que todo lo vivido pasó en realidad y que al final son la piedra angular de la felicidad.

No tenían momentos de charlas largas enseñándoles de la vida y ni siquiera remembranzas de haber compartido con ellos de manera especial o diferente todas las aventuras que la vida le había regalado. Estaban, sí; aparecían en borrosas imágenes, sí; pero siempre como parte de un público mayor, entre desconocidos, advenedizos o espectadores permanentes que se solazaban con sus historias.

Lloró amargamente, como cuando se había enterado de la supuesta muerte de su padre; sentía un dolor intenso y profundo en el alma que somatizaba con una punzada aguda en las costillas del lado izquierdo, y ya empezaba a sentir los efectos del alcohol que consumía solitario esa noche.

Para entonces varios de sus hijos ya le habían dado nietos que veían en la imagen del gran abuelo paterno un ícono a seguir, y cuyas alucinantes historias enfrentando a la muerte habían formado parte del bagaje desde la cuna, y era con ellos con los que había comenzado a construir lazos de complicidad.

Por momentos pensaba en su padre, Adrián Alegre siempre ausente en sus años mozos, luego presente ayudándolo a brazo partido en su adultez. Pero de su infancia y adolescencia solo mantenía el recuerdo del hombre indescifrable, arisco, triste, rumiando siempre rabia por el amor perdido y siempre con olor a licor en el aliento.

A pesar de que lo amaba y siempre se aferraba a la imagen de Adrián Alegre, una de las cosas que más había deseado era no parecerse a él; sin embargo, a esas alturas de la vida cada vez se convencía más que sus hijos veían en él la figura de su padre.

Se quedó dormido, con el vaso de licor en la mano, para soñar con la muerte; pero esta vez quien apareció en sus desvaríos no era la misma muerte con la que se había enfrentado tantas veces, sino aquella flaca, enteca, con rostro huesudo y guadaña en mano como la imaginan todos.

Ella estaba al frente de un ejército de esqueletos que arrasaba con un pueblo desesperado que sucumbía sin esperanza de salvación. Sobre un caballo rojizo de pescuezo desproporcionalmente largo, destruía el mundo de los vivos, quienes eran conducidos inevitablemente hacia un enorme ataúd, tal vez del tamaño de una chacra entera.

Era un sitio en el que sin duda jamás había estado, un extenso y yermo campo que parecía haber ardido poco tiempo antes por la densa humareda que aún no se había disipado y ascendía constante hacia un cielo pintado con nubes rojizas y negras.

A lo lejos alcanzaba a contemplar una especie de playa en la que restos de barcos hundidos en un mar oscuro daban el marco para apreciar a decenas de esqueletos capturando en sus redes a desesperados humanos náufragos vestidos con harapos, de rostros enjutos y que daban desesperados gritos que herían los oídos de Desiderio.

Fijando la mirada a su izquierda observó un viejo árbol de tronco cortado y quemado de cuya copa pendían dos campanas que eran tiradas por cuerdas por media docena de espectros; pero cuyo tañer no era metálico, sino que a cada golpe producía una explosión similar al sonido de los disparos que habían cegado la vida de su hijo Amador. Debajo de ellas dos esqueletos desenterraban un ataúd blanco, escarbando con sus propias manos.

De pronto volvió la mirada al otro extremo a oír el desgarrador grito de un hombre, segundos antes de perecer decapitado por el letal corte producido por una espada que era blandida por un esqueleto cubierto con una suerte de sobretodo marrón hecho girones. 

Tuvo miedo, pero aún no estaba consciente de que estaba soñando, así que, se quedó parado y en silencio tratando de hacerse invisible para escapar del peligro; pero su rigidez se vio interrumpida cuando por su lado pasó un burro de enorme panza jalando una carreta llena de cráneos humanos, la que, además, con sus enormes ruedas de madera destrozaba a su paso las calaveras que por cientos se encontraban dispersas en el suelo.

Meditó sobre la pequeñez de la naturaleza humana frente a su destino final, la crueldad y falta de sentido común del hombre que pretende cambiar un destino inexorable al cual se dirigen todos, incluso aquellos que trataban de detener el tiempo simbolizado en un reloj de arena que llevaban en la mano.

Pudo ver mástiles coronados por ruedas, picotas en las que se ajusticiaban a criminales. “Chilca, maldito chilca”, pensó en ese instante viendo los cadáveres balancearse al lado de una cruz solitaria e impotente. Por todas partes eran atacados los desamparados hombres; aterrorizados huían o intentaban en vano luchar.

Pero lo cierto era que en ese sueño y en la realidad no había defensa posible, la muerte llegaba a tomar las vidas de los hombres, mujeres y niños de muy variadas maneras: cortando gargantas, colgándolos, ahogándolos, e incluso cazándolos con perros esqueléticos.

Finalmente, solo a unos pasos de donde estaba, un puma olisqueaba la cara de un niño, que yacía en brazos de su madre, muerta, como el día de su propio nacimiento … y después de ello, otra vez estaba en Pampas con la sangre del hijo amado en sus manos; todo era gritos, todo era desgracia, y en ese instante no le quedaba otro remedio que cerrarle los ojos con las manos…

Desiderio despertó empapado en un mar de sudor, ansioso y desesperado por tan horrendo sueño, pero al mismo tiempo sosegado al saber que todo había sido una terrible pesadilla e intrigado al percatarse que esta vez la muerte que se le había aparecido en las imágenes mentales parecía ser otra muy diferente a aquella que llevaba persiguiéndolo ya casi media centuria.

Eran las 3:03 de la madrugada y desde entonces ya no pudo volver a conciliar el sueño y más bien se quedó repasando las escenas vividas tiempo atrás del momento en que           – llevó el cuerpo de su hijo a la casa de la mamá Emilia solamente envuelto en una frazada.

Recién en la casa familiar, le habían quitado la camisa ensangrentada que nadie se atrevió a lavar o tirar a la basura y que poco tiempo después sería encontrada los días previos al terremoto del año 70.

Él mismo se dedicó a la tarea de preparar el cadáver y dejarlo lo mejor posible para que su madre no se impresionase con la imagen de dolor y desolación que le había quedado en la mirada. También trató de devolverle la sonrisa de medio lado que le había caracterizado desde la infancia.

“Su mamá debe verlo como si estuviera dormidito”, pensaba mientras hacía sus mejores esfuerzos con los implementos y materiales que tenía a la mano, aplicando al máximo lo aprendido aquellas pocas semanas que fue tánatopráctico en el centro del país, hacía más de quince años atrás.

Cuando llegó el féretro prestado antecediendo al resto de la familia que recién se había enterado y se hacía presente, el cuerpo de Amador Alegre lucía una solemne tranquilidad en el rostro que hacía imposible que quien lo viera y no conociera la manera en que había perdido la vida, imagine que había sido de manera violenta y en medio de la desesperación. Hasta parecía que estaba sonriendo, y que, optimista continuaba su camino.

Mientras que con suma frialdad se dedicaba a, en primer término, contener la sangre que por varias horas más siguió fluyendo del pecho y boca, y luego echar mano de las técnicas aprendidas para transformar la faz en una de expresión de tranquilidad, no dejaba de culparse por lo sucedido.

“Esas balas eran para mí, carajo”, pensaba, mientras tragaba la saliva y evitaba derramar una lágrima. “Si yo no me hubiera metido a enfrentar al delincuente, mi muchacho no estaría muerto”, pensaba mientras aspiraba la mucosidad que se transformaba en líquido en sus fosas nasales.

Después, Desiderio se refugió en aquella habitación que había sido de su abuela y que hacía algún tiempo había preparado para sí mismo; “cuanto hubiera querido pasar más tiempo contigo” pensó al cerrar la puerta. A medianoche cuando nadie se percató, salió en busca del asesino de su hijo.

Fin de la vigésima primera entrega
Escrito por David Palacios Valverde

Próxima entrega: por confirmar

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