Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte (vigésima entrega)
Continuamos con la vigésima entrega del cuento del cuento “Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte”, gracias a la cortesía de su autor David Palacios Valverde
Lee las anteriores entregas aquí.
VIGÉSIMA
Desiderio despertó casi once horas después en un improvisado campamento que se había montado en la base del Cristo Blanco del camposanto de Yungay. Varios heridos, entre graves y leves yacían adoloridos o inconscientes bajo una especie de techo que se había levantado con palos, telas y hasta con restos de los féretros que, con el movimiento sísmico, habían sido expulsados de sus nichos.
Sobrevivientes sin mayor preparación y varios de ellos con la mirada de desesperación, fungían de médicos y enfermeras, tratando de hacer el mejor de sus esfuerzos para aliviar el dolor o salvar la vida de quienes llegaban contusos, sangrantes o con la piel viva después de haber logrado escapar de esa lava de barro y piedras que había discurrido sin detenerse toda la noche.
Se percibía un ambiente de desolación y desesperación, pero también de templanza y deseos de supervivencia. Era notorio que todos se aferraban a una última esperanza de poder salir con vida de allí y encontrar a los suyos.
Se podía ver que era de día, pero una tupida polvareda había cubierto el cielo y no permitía ubicar con claridad donde se encontraba exactamente el sol. Por fin, alguien que llevaba un reloj, avisó que eran las siete y cuarenta y dos de la mañana.
Había sobrevivido la primera noche después de superar varias horas de estar inmovilizado en el fango devorador, que hasta esa hora continuaba tomando para sí, todo lo que encontraba a su paso.
– ¡Señor, aplaca tu ira! …- comenzaron a rezar de repente varias mujeres al sentir una nueva réplica que hizo que más piedras se deslizaran por lo que había sido solo unas horas atrás las escaleras que atravesaban el cementerio.
Desiderio alcanzó a escuchar a un grupo de extranjeros con su español mordido, tratando de trazar una línea que los llevara hasta la carretera para luego tratar de ir al sur o al norte en busca de ayuda. Se trataba de un grupo de especialistas foráneos que habían estado trabajando precisamente estudiando los efectos de los desastres naturales como el aluvión de 1962 en Ranrahirca, y que eran guiados por el sismólogo Mateo Casaverde.
—Son yugoslavos, dicen. Justo han estado haciendo estudios por acá- le dijo una mujer jóven de pelo negro, largo, lacio y totalmente cubierto de polvo, al tiempo que se le acercaba, alcanzándole algo de agua mal oliente.
Desiderio con los labios resecos por la deshidratación y con las manos temblorosas, apuró largos tragos del florero que le habían dado. No le importó la pestilencia del recipiente, pues donde estaban, todo el ambiente era de un hedor profundo, ya que cerca de sus posiciones se podían encontrar cadáveres expuestos.
Se levantó a duras penas, pues aun sentía sus piernas amodorradas, además del peso del barro reseco en toda su ropa. Después, junto a un grupo de ocho hombres fueron a buscar algún tipo de alimento, principalmente para algunos ancianos, mujeres y niños que estaban refugiados en ese lugar. Antes de partir, procedieron a hacer una contabilidad, llegando a confirmar que eran en total 95 personas, las que allí se encontraban.
Alguien dijo que había naranjas en una chacra cercana, así que hacia allá se dirigieron. Mientras lo hacían, Desiderio iba tomando mayor conciencia a cada paso de que no se trataba de una pesadilla, y en realidad estaba viviendo ese fatídico momento; de pronto en su mente apareció el fragmento de un poema que había aprendido en sus épocas de prófugo:
—Golpes como del odio de Dios…- dijo en voz baja, ante la sorpresa del desconocido que iba delante de él.
Durante varias horas recogieron frutas, y buscaron más alimento y abrigo en las ruinas de las casas caídas por el sismo y devoradas por el alud. Avanzaban esquivando los ríos de lodo que aun persistían hasta esa hora y que mantenían una fuerza capaz de llevarse consigo a un hombre sin ninguna dificultad.
Alguien gritó alertando que había un herido que estaba siendo arrastrado por la corriente. Alcanzaron a distinguir efectivamente una cabeza y unos brazos que hacían denodados esfuerzos por lograr salir del barro que lo arrastraba sin darle mayor opción de evacuación. Era un niño y era notorio que ya las fuerzas no le alcanzarían.
Algunos intentaron ingresar a la corriente, pero luego vacilaron por temor o conscientes que las fuerzas tampoco les respondían del todo. Eran segundos cruciales, puesto que, si demoraban más, ya se haría imposible poder rescatar al pequeño que se desgañitaba con todas sus fuerzas.
La adrenalina fluía por las venas de Desiderio que, ante el grito desesperado de varios, se lanzó y se dejó arrastrar por la corriente, incluso antes que el niño llegara a pasar frente a ellos, luego hizo fuerza con sus piernas, tratando de encontrar algún punto de apoyo para poder detenerse y poder abrazar al niño en el momento adecuado.
Pero no pudo hacerlo y más bien, lentamente comenzaba a ser arrastrado; pero él mantuvo la tranquilidad, pues luego de mirar con atención a diestra y siniestra comprendió que la muerte no estaba cerca, y se dejó llevar. En determinado momento el niño llegó hasta su pecho y minutos después, una gruesa rama de eucalipto sería su salvación.
Permanecieron asidos firmemente a la madera hasta que llegaron a rescatarlos. Luego del inicial y desesperado llanto del pequeño pudieron conversar un poco.
Era Traumaturgo Romero, un niño de seis años que había sobrevivido al alud precisamente así, agarrado a la rama de un árbol durante todas esas horas, pero que se había quedado dormido y había perdido su único punto de salvación.
Sus ojos habían visto con horror como ese rio de barro se había tragado a sus padres, y ahora lo único que deseaba era llegar hasta donde estaba el circo con la esperanza de encontrar con vida a su hermano Juan.
Minutos después, mientras comían naranjas y esperaban que sus ropas se secaran a un costado del rio de lodo que seguía corriendo, todos se sobresaltaron por un sobrecogedor ruido que les hizo evocar el estruendo de la ruptura de la tierra la tarde anterior y el fuerte viento que se había producido previo al gran deslizamiento.
Corrieron a ponerse a buen recaudo, pero cuando sintieron el ruido sobre sus cabezas, Desiderio reconoció inmediatamente que se trataba de un helicóptero militar, y comenzó a gritar con todas sus fuerzas:
—¡Aquí!, ¡Aquí!, ¡Aquí! ¡somos noventa y cinco! – los demás hombres al inicio asustados y luego asombrados imitaron los gritos de Desiderio, pero cuando el ruido pasó, comprendieron que cualquier acción de rescate era imposible por la densa barrera de polvo que había sobre ellos. Tiempo después los pilotos de esa misión habrían de relatar que la nube de polvo se levantaba entre 8 y 17 mil pies.
El niño comenzó a llorar y varios hombres desanimados cayeron de rodillas, derrotados y pesimistas, pero al cabo de unos minutos se oyó de nuevo el helicóptero, su zumbido y el “tocotoco” ensordecedor.
“Vuelo de reconocimiento”, pensó Desiderio recordando sus épocas de militar en la frontera norte.
Sin embargo, no fue hasta el día siguiente, el 2 de junio de 1970 que los helicópteros lograron aterrizar en un claro cercano a lo que había sido Yungay, y, recién el día 3, un grupo de sesenta y dos paracaidistas descendieron para habilitar la pista entre Huaraz y Caraz, para el aterrizaje de los aviones con la ayuda para toda la región. Eran los Sinchis de Mazamari, que, cumpliendo órdenes directas del más alto nivel, se hacían presentes con su experiencia y valor, por ello, algunos sobrevivientes habrían de recordar muchos años más tarde como fue que descendieron los “ángeles verdes”, y que cuando los vieron tocar tierra, la esperanza había regresado a ellos.
Así que, cuando el helicóptero fracasó en su cometido de llegar con ayuda, los hombres continuaron su tarea de conseguir alimento y abrigo para poder llevarlos hasta su refugio, allá en el Cristo Blanco, donde Desiderio ordenó que se quemara todo lo que estaba a su alcance para que el humo oscuro pudiera dar un punto de referencia a los tripulantes de las naves que hacían denodadas maniobras para localizar lo que quedaba de la ciudad.
Después de ello, recibió con tristeza la noticia que durante su salida habían fallecido tres de los heridos y otros tantos se encontraban en una situación de extrema gravedad, pero nada más se podía hacer que esperar la llegada de la ayuda, que se produjo aun un día después.
El llanto de Traumaturgo no cesaba y fue motivo para que Desiderio, aun sensible por lo que le había pasado en Pampas donde había perdido a uno de sus amados hijos, organizara las provisiones y decidió llevar al niño hasta el estadio, donde la esperanza dictaba podría estar su hermano.
Otro adulto de apellido León se animó a acompañarlos, también con la ilusión de encontrar a sus hijos, aunque consciente del peligro que significaba alejarse de ese lugar seguro.
Desorientados, cruzaron el desolado y aterrador campo lleno de lodo y destrucción por doquier. Esta vez llegaron más lejos que en la expedición inicial de horas de la mañana y lo que podían apreciar se iba haciendo más y más aterrador, ya que la furia de la naturaleza se hacía más evidente, escombros y barro, y, de rato en rato se topaban con los cuerpos inertes de quienes no lograron escapar de la voracidad del alud.
Roberto León con las manos temblorosas en medio de una paradoja entre el dolor y la esperanza, volteaba los rostros de los cadáveres tratando de identificar a sus hijos, y nerviosamente sonreía cada vez que confirmaba que no se trataba de ninguno de sus gemelos de veinte años.
La humareda que se producía en el Cristo Blanco era la única referencia que tenían de donde se encontraban y era el cálculo del momento en que se produciría el punto de no retorno pues la cercanía de la noche hacía más oscura la oscuridad ya existente.
Conforme se iban acercando al lugar donde estaba el circo escuchaban llanto de dos niños, hasta que por fin pudieron distinguirlos. Era una niña con el lodo hasta la cintura incapaz de poder salir y a su lado, otro niño del mismo tamaño agarrándole la mano para que no se siga hundiendo. Eran los hermanos Olivera de 7 y 8 años, quienes, con la ayuda de Desiderio y León, lograron ganarle a la desgracia.
Sorteando mil dificultades y al filo de la oscuridad absoluta llegaron al lugar donde se había ubicado el circo “Verolina” y en el cual un nutrido número de niños y adolescentes lograron salvar la vida, por estar ubicados en una zona alta.
La esperanza volvió a Desiderio y un sentimiento de paz y orgullo por el deber cumplido hicieron que duerma toda la noche sin sobresaltos, a pesar del llanto y el temor que invadía todo el espacio. Traumaturgo encontró a su hermano Juan y Roberto León también pudo juntarse con sus familiares, además de los hermanos Olivera que siempre habrían de agradecerle el haberles llevado hasta el punto desde el cual comenzarían una nueva vida.
…
Desiderio llegó a Huancayo luego de cerca de diez horas de viaje, encerrado en el furgón de un camión de conservas y sal en el que había sido embarcado para no ser capturado. Le abrieron la puerta, le dieron algo de agua y lo dejaron a su suerte en una ciudad completamente desconocida, en la cual debería sobrevivir prófugo de la dictadura de Odría.
Era una lluviosa mañana de sábado en la que había mucho movimiento comercial en la ciudad, ya que, cientos de campesinos llevaban sus productos a comercializar en el mercado, llegaban los camiones de Lima llevando todo aquello que no se produjera en la zona y las personas transitaban apuradas haciendo compras y trueques.
Anduvo una hora conociendo el lugar y oteando alguna oportunidad para poder comer y conseguir algún tipo de trabajo. Allí nadie lo conocía, pero sabía bien que debía estar alerta a los esbirros del régimen; cuando de pronto, su corazón se detuvo al ver cerca de él a una dama con el rostro que él evocaba cuando la nostalgia le asaltaba: era su Nicéfora, su amor bonito de la infancia.
Instintivamente se ocultó detrás de unos costales de rafia negra que le sirvieron de refugio durante los breves minutos que la contempló a la distancia, mientras apoyada por otra mujer casi adolescente, ella hacía compras de tubérculos y hortalizas.
Era ella sin dudas. Si bien habían pasado más de veinte años, era inconfundible su perfil y sus maneras, hasta su voz parecía haberse quedado suspendida en el tiempo y ser la misma de las mañanas soleadas en que juntos iban al rio a lanzar piedras y capturar sapitos y ultush.
Tan cercano era el recuerdo que Desiderio sintió de repente las manos gélidas, como cuando pasaban mucho rato teniéndolas remojadas en el riachuelo. Las frotó e intentó calentárselas con su aliento. Volvió a aguaitar y vio que la mujer se iba lentamente en sentido contrario a donde él se encontraba.
Mientras la veía alejarse recordó que alguna vez mientras trataban de coger la misma piedra sus manos se habían juntado casi por casualidad y habían permanecido unidas por algunos segundos hasta causarles incomodidad y vergüenza. Fue entonces que recitó bajito las líneas iniciales de un poema que había escrito alguna vez mientras se encontraba en el desierto de Sechura pensando en ella:
“Alguna vez toqué tu mano
y por un minuto el mundo entero se iluminó,
y al recordarlo estuve a punto de volver a sonreír
y olvidar cuanto dolor siento en el pecho
en aquellas madrugadas insomnes y frías
cuando me asaltan sin tregua los recuerdos…”
Luego decidió seguirla, como para convencerse que no estaba ante una visión o que su confundida mente le estaba engañando luego del trauma de los hechos recientes ya que hacía menos de setenta y dos horas que había sido testigo de los asesinatos en Lima, había huido despavorido, perseguido por asesinos entrenados; había sido escondido en un pozo y rescatado por un gigante moreno que al final le había dado una nueva oportunidad para seguir viviendo; había sido embarcado como un paquete en un camión del cual no salió durante todo el trayecto, había sido abandonado a su suerte en una ciudad en la que nunca había estado y donde no conocía a nadie, y por último se topaba con la muchachita a la cual nunca había podido olvidar.
No pudo concretar con éxito su cometido, ya que, a los pocos minutos de haber emprendido el seguimiento la había perdido, o tal vez de manera inconsciente la había dejado ir. Nunca supo responderse a sí mismo. Sin embargo, el destino habría de juntarlos nuevamente muy pronto, tal vez antes de lo que él esperaba o de manera sorpresiva para ella que nunca había imaginado volver a verlo.
Lo cierto es que, esa mañana Desiderio se quedó pensando en ella, pero cuando las tripas comenzaron a reclamarle volvió a su mundo real en el que no tenía nada y se encontraba en una ciudad completamente ajena a él, así que buscó con ahínco en que emplearse y ganarse el sustento diario.
Consiguió los más extraños oficios y tareas en aquellas primeras dos semanas en que se sabía prófugo y lejano a todo lo que conocía; lo importante era poder subsistir y tratar de elaborar un plan para lograr salir de la situación y acercarse nuevamente a su tierra, pero sabía que eso podría llevar peligro a los suyos, entonces pasaba la saliva que se le acumulaba en la tráquea y continuaba con sus labores.
Primero comenzó barriendo y baldeando un puesto de carnes en el mercado. Se levantaba en la madrugada, a la hora que llegaban las reses ya beneficiadas o a entregar la vida en ese mismo lugar. A cambio recibía comida mal cocida, un sitio miserable para dormir y algunas monedas que atesoraba con devoción, sabedor que eran su boleto de escape para cuando las circunstancias así lo indicaran.
Por las noches de intenso frio, no hacía más que pensar en ella y en el tiempo bonito que les había tocado compartir. Llegó a pensar que ese había sido el amor verdadero pero que la voluptuosidad de Azucena Cordero lavándose los pies en el riachuelo habían cambiado la historia que el destino había deparado para ellos.
Mientras soñaba despierto fumando cigarro y tomándose un calientito se convencía a si mismo que también él para Nicéfora había sido el gran amor de su vida, y que en el momento del reencuentro habría de expresarle cuanto lo quería y lo había extrañado, cuanto dolor había sentido al verlo alejarse detrás de otra mujer y luego perderlo de su vida por tantos años que había tenido que regresar a su tierra en el centro para borrar su recuerdo.
Durante el día cada vez que podía se acercaba hasta el lugar donde la había seguido o daba vueltas y más vueltas por el mercado donde la había visto, pero no encontraba señales de ella. Siempre con mucha cautela, como ya se estaba acostumbrando a vivir miraba y repasaba los posibles lugares donde ella podría aparecer, pero no había tenido suerte.
Sabía que en algún momento se encontrarían frente a frente y ya tenía preparadas las palabras que le diría, pero mientras tanto la vida continuaba y poco a poco comenzaron a hacer contacto con él personas que le dejaban claros mensajes de saber quién era y que estaban prestos a ayudarlo cuando hiciera falta.
Uno de ellos le había dicho en voz baja:
—El partido tiene mil ojos, mil oídos – y luego se había marchado raudo.
Otro le había ofrecido un oficio “mejor”, asistiéndolo. Era un tanatopráctico de apellido Tolentino. Gordo, bajito, calvo y de una verborrea incontenible que no se condecía con el trabajo que realizaba.
—Tú no le tienes miedo a los muertos ni a la muerte ¿no? – le había dicho de golpe cuando le propuso que trabaje con él, y luego continuó – hace días que ella está cerca de ti y tú ni caso le haces -…
Fue entonces que Desiderio cayó en la cuenta de que había más personas que como él, podían ver claramente a la muerte y que no se trataba de una visión, locura o desvarío que lo perseguía prácticamente durante toda su vida.
Ávido de nuevas aventuras y buscando juntar algunos centavos más para concretar su plan de regresar a Lima, aceptó la propuesta y comenzó en el difícil arte de preparar interfectos para el último adiós.
Pero la vida tenía deparado para él otro camino. Así que, apenas tres semanas después estaría frente a frente con Nicéfora Chuquimantari que había ido a buscarlo hasta la funeraria en la que estaba trabajando.
El se acercó y quiso abrazarla, ella discretamente puso un límite con la palma de su mano extendida con dirección al suelo. Desiderio quería decirle cuanto pensaba en ella a pesar del tiempo transcurrido, pero que era una señal del destino que nuevamente se encontraran en un sitio tan alejado y en esas extrañas circunstancias.
—Desiderio Alegre, tal vez ni te acuerdes de mí, pero nos hemos conocido hace muchos años en tu tierra, en Pampas. Pero hoy estoy aquí para decirte que te tienes que ir rápido, porque la gente de Odría ya está tras tus pasos y es mejor que te escapes a la selva – Luego le dio un sobre con dinero, y terminó diciéndole despacio al oído– SEASAP-
Mientras sentía el perfume de su cuello, vinieron a su mente los mejores recuerdos que tenía de ella, pero al mismo tiempo sintió que su burbuja de ilusiones reventaba como si fuera de jabón.
Prácticamente durante toda su vida había pensado que era el amor de la vida de Nicéfora Chuquimantari, cuando en realidad nunca había pasado de un recuerdo lejano, de un coqueteo de los años aurorales que no tuvo la mayor trascendencia y que nunca había logrado quitarle el sueño, como si había pasado con él en un sinnúmero de ocasiones.
Incluso en los mejores tiempos con Alelí o Azucena Cordero su mente y su corazón lo habían traicionado y se habían ido sin control a evocar aquella infancia lejana en la que había comenzado a despertar al amor platónico.
Había sido así por largos años, y en cada noche larga de pensamiento fijo en ella, estaba seguro de que también había calado hondo en el corazón de la chiquilla a la que prácticamente había olvidado por un tiempo cuando con la cabeza caliente y el corazón exaltado se había dedicado a estudiar y asediar a la mayor de las hermanas Cordero hasta lograr conquistarla.
Pero ahora estaban allí, frente a frente más de dos décadas después, y ella lucía imperturbable ante su presencia, mientras que a él le estaban temblando las rodillas por la emoción y se le había entrecortado la voz al sentirse no correspondido. Escuchó con toda claridad como su corazón se quebraba como si fuera un cristal.
-SEASAP- respondió, aceptando el sobre y quedando perplejo al verla marcharse para siempre de su vida.