Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte (tercera entrega)

 Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte (tercera entrega)

Continuamos con la tercera entrega del cuento del cuento “Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte”, gracias a la cortesía de su autor David Palacios Valverde

Lee las anteriores entregas aquí.

Tercera entrega

— Mi tío Columbo siempre nos contaba de aquella vez que casi te ahogas en Casma- le dijo uno de sus hijos sacándolo de un limbo en el que solamente estaban Desiderio y sus nostálgicos recuerdos.

            Columbo Alegre, su entrañable y siempre evocado primo había sido como su hermano mayor, no solamente porque habían crecido juntos bajo el ala protectora de la mamá Emicha, sino por toda la vida que habían compartido y por las ocasiones que estuvieron juntos cuando Desiderio estuvo a punto de perder la vida.

            Dicen que después de experiencias así, los lazos de amistad o hermandad se hacen más profundos e indisolubles. Así había sido para los primos que compartieron más de noventa años de compañerismo y amor fraterno.

            Desde pequeño, Desiderio había heredado la ropa y juguetes de Columbo y él le había enseñado mucho de lo que había aprendido en su infancia temprana, a hacer bailar el trompo, a mejorar su puntería con las canicas cuando jugaban a las chiptas, a disparar la honda para cazar tuctupillines, a trepar los árboles y subir cerros, y, más adelante, sus primeras estrategias para conquistar a las chinas.

            Cuando la mula pateó a Desiderio casi ocasionándole la muerte, Columbo había logrado salvarlo de golpes adicionales del animal encabritado, y, más de una década después también lo había protegido durante el fuego cruzado en la guerra con el Ecuador.

            Así que aquella vez en la playa, haciendo un esfuerzo sobrehumano e inexplicable a toda lógica, se había introducido en la absorbente corriente hasta llegar al primo moribundo y lo había arrastrado hasta la orilla jalándolo de los cabellos, ante los desesperados gritos de impotencia de Adrián Alegre que no se atrevía a ingresar al embravecido océano.

            Retornaron en un ambiente de alegría por la vida de Desiderio y los buenos negocios logrados por su padre en el intercambio y la venta de los productos. Desde entonces, Columbo lo llamaba “Ahogado Dishi”.

            Sin embargo; la alegría se vio entrecortada porque una de las mulas comenzó a caminar lentamente. Parecía enferma, y eso hizo que el regreso sea más lento y se altere todo lo programado. Era la misma mula que había pateado a Desiderio cuatro años atrás.

            Desiderio recordaba esas lejanas jornadas cada vez que evocaba a su padre, porque tal vez fue una de las pocas veces que compartieron tanto tiempo juntos. Habían conversado y él le había contado sobre su fallecida madre, sobre como moribunda e incluso después de muerta había sido importante hasta su llegada para salvarlo de una muerte segura devorado por un felino.

— Ya vas a conocer a alguien que te haga dar vueltas tu cabeza y sentir como tu corazón se quiere salir de tu pecho cada vez que te mira – le decía Adrián, cuando le contaba sobre el amor que sentía por su finada esposa.

Después de ello, aunque siempre estaba presente y daba la vida por Desiderio, y él haría lo mismo por su padre, la presencia de Adrián Alegre había sido de indiferencia sentimental con el hijo que encarnaba el momento de la muerte de la compañera de toda la vida.

Trabajaba duro para mantener a flote la economía familiar, pero solía ausentarse semanas enteras en el campo, y siempre acompañado por el alcohol, pero habiendo logrado un equilibrio que le permitía seguir produciendo y ahorrando, ya por la buena crianza de su ganado que se reproducía sostenidamente y por sus tierras fértiles y fecundas.

Fue así que logró amasar algo de recursos con los que había comprado en Huaraz algunos gramos de oro, provenientes de la zona de Jangas, los mismos que llevaba siempre consigo en una pequeña bolsa de terciopelo color vino que le había regalado la mamá Emilia. Muy pocos sabían de ello.

Adían Alegre solía vestir camisas de manga larga con bolsillos en el pecho, donde guardaba su tesoro, pero, conforme los años avanzaron y los pocos gramos fueron convirtiéndose en un bulto cada vez más difícil de manejar, puesto que también había logrado adquirir algunas piedras de plata de la mina Huinac de Aija, tuvo que dejar la pequeña bolsa.

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Optó entonces por hacer un escondite en su casita de Chimpi, dentro del depósito de los granos de trigo. Todas las noches abría el tapado y se quedaba contemplando el oro y la plata, tomando su huashku y chacchando su coca mientras recordaba la vieja fantástica historia de los toros de Kárak y Bombóm que había escuchado durante su infancia, pero que pareciera cumplirse de manera inequívoca cada año.

Se esperaba con ansias la primera luna llena de abril porque sabían que esa noche en la llanura de Kechuapampa habrían de aparecer dos bravos y míticos toros desde los cerros contrapuestos del pueblo.

El de Kárak era un toro enjalmado, plateado; mientras que el toro de Bombóm era barroso, dorado. Ambos se enfrentaban a cornadas durante toda la noche mientras en los pueblos y chacras cercanas, aunque no lloviera, se escuchaban truenos y se veían relámpagos producto del choque de las astas.

Cuando ganaba el toro de Bombóm el año era lleno de abundancia, los animales se multiplicaban, había agua y lluvia permanente, las plantas brotaban y entregaban frutos más de lo previsto y los amores se concretaban. Si el ganador era el toro de Kárak, ese año sería de sequías, escasez y llanto. La magia estaba en saber que toro había ganado para poder tomar decisiones de riesgo o ser conservadores.

Adrián Alegre contaba que era San Jerónimo quien se le aparecía entre sueños, siempre precedido por un ligero movimiento telúrico y le contaba sobre la pelea de los astados, el cenizo y el mísitu. Así que, si bien no tenía grandes riquezas, su entierro le garantizaba tranquilidad económica para él y su familia por algunos años más.

            La lentitud y cojera de la mula había demorado el retorno a Pampas, y una tarde tuvieron que guarecerse de una lluvia menudita pero intensa y habían decidido refugiarse y pasar la noche en una cueva en la parte alta de un cerro. Buscaron algo de leña seca y encendieron una fogata para abrigarse y preparar algo para comer.

            Columbo se quedó a cargo del fuego, soplando directamente la leña que comenzaba a arder; Adrián Alegre fue a descargar a los animales y encontrar un lugar para que se protejan de la garúa y puedan comer hierba fresca, y, Desiderio se alejó buscando un espacio para poder evacuar el estómago.

            Al retornar ya con la noche que cubría con su oscuro manto la agreste serranía, se topó con el cuerpo inerte de su perro “Guerrillero”, al parecer muerto a causa de golpes de piedra y profundas heridas punzo cortantes. Así que con mucho sigilo se fue acercando casi a tientas y pudo contemplar en la entrada de la cueva a su padre tendido de bruces, amarrado de pies y manos en la espalda con la soga de las acémilas.

            También pudo ver, apenas alumbrado por la luz del fuego que dentro de la cueva estaba Columbo también amarrado y sentado sobre una piedra, y un hombre extraño, fuerte, patilludo y vestido con un poncho negro que sacaba cosas brillantes de una alforja.

            Se acercó un poco más, confiado en la oscuridad de la noche y pudo alcanzar a oír los golpes de objetos metálicos, y el silbido alegre del extraño que entonaba una conocida tonada.

            Luego escuchó que el hombre les hablaba a sus cautivos, obviamente sin obtener respuesta, pues ellos también tenían cubierta la boca por retazos de tela que Desiderio no llegó a reconocer. Gotas de sudor bajaban por sus sienes, su corazón galopaba de nervios y un intenso temblor se había apoderado de sus manos y sus rodillas.

            Decidió acercarse aún más y acomodarse para ver mejor lo que ocurría, pero en ese afán generó ruido con sus pisadas, ruido que el extraño pareció advertir porque se quedó en silencio y en actitud de alerta, mientras salía lentamente de la cueva, dejando ver en sus manos dos cuchillos que afilaba friccionándolos lentamente entre si.

            “¡Pishtaco, carajo!” pensó inmediatamente, recordando las historias que su abuela le había contado de asesinos que estaban al acecho de viajeros para darles muerte, y extraer la grasa humana para luego venderla para que sea usada en las sofisticadas máquinas de minería. También había oído otra versión del maestro Colonia que decía que esta grasa y aceite eran usados para los jabones y cosméticos femeninos de mayor calidad y valor.

            Pero lo cierto era que estaba allí, solo en medio de la nada, con un criminal que se preparaba para dar muerte a su padre y a su primo. Él era apenas un niño que comenzaba a caminar su ruta a la adultez, carente de fuerzas y con miedo para enfrentar ese momento que marcaría el resto de sus días.

            Se quedó inmóvil y en silencio y el pishtaco regresó al interior al parecer seguro que no había nadie más.

— Quién les manda andar solos por estos sitios de noche pues… será su mala suerte, porque yo también estoy de pasadita no más, me estoy yendo a la costa a buscar una nueva vida, ya me cansé de esto…años que no puedo dormir bien…- y les seguía hablando mientras ponía más leña.

Desiderio rezaba en silencio mientras las lágrimas brotaban de sus ojos. Pensaba en que podía correr a buscar ayuda, pero el tiempo era un enemigo. Tal vez al retorno ya no encontraría nada y la culpa lo perseguiría por el resto de su vida.

También tenía miedo de enfrentar a un hombre mucho más grande y fuerte, y seguramente acostumbrado a la pelea y convivir con el horror y la muerte. Desde su posición y por la inmensa soledad y el silencio de la noche podía escuchar lo que en la cueva pasaba. El hombre seguía hablándoles.

— Hay que esperar un rato más que el agua esté bien caliente. Mas bien recen, despídanse…voy a comenzar con el más viejo…no soy malvado, va a ser rápido no más-

               Columbo y Adrián gritaban desesperados con sonidos guturales que eran retenidos por los trapos amarrados en sus bocas, e incluso Columbo trató de escapar, pero cayó pesadamente pues estaba amarrado de tobillos.

Ahurita regreso, voy a pagar al cerro – dijo el hombre mientras cogía hojas de coca, cigarros y salía a practicar un ritual, alumbrado por una linterna de mano. Desiderio lo vio salir y dirigirse a un apartado lugar. Lo siguió con tal sigilo que no se dejó descubrir.

Cuando el hombre se sentó a fumar, Desiderio se acercó por detrás y con todas sus fuerzas de cuerpo y alma, le lanzó una piedra casi del tamaño de su puño, que impactó de lleno en el parietal derecho del pishtaco que cayó inmediatamente con la luz de la linterna que le alumbraba la cara. Desiderio alcanzó a ver, como brotaba la sangre y corrió hacia la cueva donde logró liberar a sus familiares.

Luego, armados por cuchillos, palos y piedras, los tres fueron al lugar donde Desiderio dijo estaría el hombre, pero no lo encontraron. Lo que si se distinguía claramente eran las huellas de sangre, y momentos después la luz de la linterna a la distancia, bajando el cerro.

— Hay que seguirle, tío – dijo Columbo -lo agarramos y nos lo llevamos mancornado a Pampas-

— Tiene machete, cuchillos, no vayan a ser más, mejor no – señaló Desiderio, que se mordía las uñas y temblaba aun, presa de un temor que todavía no había pasado; y Adrián Alegre, de manera cauta decidió retornar a la cueva y esperar el amanecer.

Años después, la desgracia llegaría a la familia a causa del oro y la plata escondidos. Una tarde Adrián fue asaltado por una extraña sensación, un hormigueo que subió por sus piernas hasta generarle un gran vacío en las entrañas y una preocupación extrema. Corrió inmediatamente a buscar su tesoro, pero lo que encontró fue el candado del depósito violentado y las claras huellas de alguien que huyó a toda prisa dejando el trigo revuelto y derramado por varios metros.

El hombre cayó de rodillas y derramó gruesas lágrimas que brotaban de una rabia honda e incontenible. Le habían robado en unos pocos minutos todo lo que había logrado juntar durante varios años de trabajo.

Se volvió más amargado con la vida que en un abrir y cerrar de ojos le había quitado a su amada esposa y luego la riqueza que había ido guardando granito a granito, segundo a segundo, al privarse de muchas cosas. Enfermó, su cuerpo poco a poco se fue haciendo más débil y una tos seca comenzó a perseguirlo desde entonces.

Aunque por algún tiempo la noticia había sido de conocimiento solo de la familia, no pasaron muchas lunas para que sea un secreto a voces y todo el pueblo conociera que a don Adrián le habían robado en su propia casa.

Para entonces Desiderio ya era un hombre que se hacía cargo de buena parte de las obligaciones económicas de la casa, en la que la abuela Emilia a pesar de una recurrente enfermedad en el estómago, seguía gobernando con mano firme desde la esquina oscura de su cuarto, en el cual se había refugiado para pasar los últimos años de su existencia.

            Adrián Alegre sospechaba de un conocido ladrón llamado Zenón Cáceres. “Seguro ha querido robar el trigo y sin querer se ha encontrado mi oro” solía pensar, al no encontrar respuesta, pues solamente algunos miembros de su familia conocían de sus metales preciosos.

            Quiso la mala hora que una noche de octubre, Adrián llegara a una pequeña tiendita a comprar coca y sal. En ese mismo espacio estaba Zenón Cáceres que junto otros sujetos de mala reputación tomaban licor y jugaban a los dados.

— ¡Adrián Alegre!, acá me estoy gastando la tu oro – le dijo en tono burlón y con acento de borracho.

 Años después se conocería que fue solamente habladuría porque se llegó a descubrir que una sobrina de Adrián y si esposo habían sido los que le habían robado.

— Sigue burlándote cojú, mañana vas a estar bien guardadito- le respondió Adrián, y estuvo a punto de iniciarse una pelea, que fue controlada a tiempo.

Pero la incontrolable ira nuevamente se apoderó de él y esperó unas horas en el camino que Cáceres habría de recorrer para ir a su casa. Cuando éste apareció, Adrián lo esperaba listo y ¡pum!, se escuchó el sonido seco del disparo del Mauser. Luego, subió tranquilamente a su caballo y se fue a la celebración del cumpleaños de su primo donde tocó el arpa toda la noche.

A la mañana siguiente, Desiderio despertó sobresaltado por unos gritos, ya que la familia de Cáceres se había hecho presente en la casa, acusando a Adrián por la muerte de Zenón ya que había testigos de la amenaza, y alguien más había visto su caballo en el camino donde fue encontrado el cuerpo. Días después llegaron dos guardias civiles desde Huaraz, hasta donde había llegado la denuncia. Tenían la orden de llevarse al acusado mientras duraran las investigaciones.

Fue entonces que Desiderio al ver la quebrada salud física y mental de su padre, el sufrimiento que causaría a la mamá Emilia la ausencia de su hijo, y un sentimiento de culpa que arrastró durante su infancia y juventud; decidió asumir la culpa ajena, y decir que había sido él quien había matado a Zenón Cáceres, “por haberse robado su herencia”. Fue preso al penal de Huaraz, que curiosamente en aquellos años llevaba el nombre del santo patrón San Jerónimo. Desiderio tenía 20 años… Continuará…

Fin de la tercera entrega
Escrito por David Palacios Valverde

Cuarta entrega: jueves 03 de diciembre de 2020


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