Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte (segunda entrega)

 Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte (segunda entrega)

Continuamos con la segunda entrega del cuento del cuento “Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte”, gracias a la cortesía de su autor David Palacios Valverde

Si aun no has leído la primera entrega, puedes hacerla aquí.

Segunda entrega

La tarde fue tomando color y sabor en medio de la reunión familiar tan anhelada, aunque luctuosa por momentos, pues el abuelo había anunciado que esa sería la fecha en que daría el paso de trascendencia entre esta vida y la otra.

            Desiderio comió y bebió de buena gana. Parecía que un aliento juvenil invisible lo recargaba de energías; contó historias del siglo pasado y recordó a aquellas personas que habían sido trascendentes en su vida y que lo habían acompañado en presencia física o etérea durante esas más de diez décadas.

            No había tenido la oportunidad y bendición de conocer a su madre, pero siempre estuvo agradecido que le diera la vida, incluso a costa de la suya propia y le diera la protección de su cuerpo, e incluso lo amamantó después de muerta.

            Esa había sido la primera vez que la muerte estuvo frente a él. Primero, había ido por la madre cuyo cuerpo agonizante reposaba en la entrada de la casa, pues no había logrado llegar hasta su cama o a la cocina a buscar agua. La pálida dama esperó paciente que las horas, el frío, la inanición o algún predador completaran el trabajo.

            Al cabo de un rato, mientras el sol se iba acercando a ese precipicio al cual llegaba cada atardecer para caer al mar en horas del ocaso dejando su estela color fuego, el lastimero llanto del pequeño había atraído a una hembra de puma que hambrienta acechaba acercándose lenta y cautelosamente.

            Cuando la oscuridad iba cubriendo con su manto el paraje andino, el animal había tomado la decisión de dar el zarpazo y concretar su cacería.

            La muerte se puso de pie al ver el fulgor de los ojos del felino acercándose a tomar su presa, se apartó y dejó espacio para que la fiera se llevara al pequeño bebé…cuando de pronto se oyó el estruendoso ¡pum!, ¡pum!… provenientes del Mauser de Adrián Alegre que cortaron sin piedad el silencio del anochecer.

— ¡Fuera mierda! – siguió el grito del veterano de guerra, que corría con la cara contra el viento y contra una ligera llovizna que comenzaba a caer.

— ¡Waaa! ¡Vete bestia! – continúo con los gritos y haciendo ruido hasta llegar a la entrada de la casita y encontrar la desgarradora escena.

            La puma huyó despavorida y la muerte también desapareció espantada por los ensordecedores disparos cuyas balas habían pasado silbando por su cabeza.

— Mi papá me contó que esa noche, envolvió a mi mamá con una frazada y a mí me hizo sobrevivir tomando la leche que era para un ternero, nacidito también. Parecía que no iba a vivir porque lloraba sin parar y por momentos me quedaba quieto como si ya no respirara yaa. Pero cuando comenzó a despuntar el amanecer, lo subió a mi mamita sobre el burro, y cargadito me llevó hasta Pampas, donde la abuela Emilia me recibió y me crio …- iba contando la historia a los presentes en la reunión, donde los más jóvenes escuchaban absortos el relato del bisabuelo.

            Sin lactancia materna al inicio de su vida, el pequeño Desiderio había crecido enfermizo, es decir, enfermando frecuentemente a diferencia de sus primos y amigos que siempre tenían la salud de hierro, por lo que era blanco de burlas. Sin embargo, él se reponía sacando fuerzas de flaqueza y era de los más activos en los quehaceres de la casa y de las chacras y trataba de ser de los primeros en las clases del maestro Colonia.

            En la casa paterna la figura de la abuela Emilia era el centro de gravedad sobre el cual giraba la vida familiar. Sentada en el patio tomando sol y peinando sus blancas trenzas, ordenaba la vida de la casa dando indicaciones para la cocina, la limpieza y el lavado. Asesoraba sobre la crianza del ganado, las siembras y las cosechas del trigo o la cebada en las chacras de Chimpi, Éspino o Huachacc Pucrán; sobre cuando ya llegaría la lluvia a pesar que el cielo estaba despejado o cuando tocaba noche de luna. Aconsejaba sobre la formación de los nietos y de manera especial dedicaba un tiempo propio a la educación de Desiderio, a quien había asumido como su propio hijo.

            Adrián Alegre luego del golpe mental que había significado encontrar muerta a su compañera de la vida, no había vuelto a ser el mismo. Permanentemente se culpaba por no haber estado junto a ella desde el día anterior como habían acordado, y que por tratar de ser la persona que siempre ayuda a otras, había pagado con la muerte de la persona que más amaba en esta vida.

            Se dedicó al alcohol y se dejó invadir por una lóbrega y voraz tristeza permanente que se le veía en el fondo de los ojos marrones oscuros, en su silencio ahora característico y en el suspirar profundo constante cada vez que se acordaba de su Consuelo.

            Cada seis meses “bajaba” a la costa. Hacía la ruta a pie a través del agreste camino de cuatro días de duración, vía la ruta del norte: Pampas-Pariacoto-Yaután-Casma.

            Llevaba consigo las acémilas cargadas de granos, papa, oca, habas, carne de carnero y cuyes, huevos de corral entre otros productos andinos y regresaba con quintales de arroz para engañar al estómago, sal yodada para combatir el bocio, azúcar para endulzar la vida, atún en lata de las primeras plantas conserveras de Chimbote, una arroba de coca para chacchar durante el trabajo o el insomnio, cigarro Nacional para las noches de frío y algunas galoneras de alcohol de Paramonga, su huayshcu para aliviar las penas.

            Cuando Desiderio cumplió once años su padre le dijo que ya estaba preparado, y que en el siguiente viaje previsto para noviembre irían juntos.

— Vas a conocer el mar – le había dicho mientras abría los brazos tratando de explicarle su vasta inmensidad. – todo lo que puedes imaginar de agua, como un puquio gigante – y en su borde una tierra que se escapa de las manos cuando la aprietas… y hace una calooor, ¡que quema! – le contaba, dejando al aún niño absorto y expectante.

Para hacer más interesante aun la experiencia, recibió la noticia que su querido primo Columbo que entonces tenía trece años de edad también iría con ellos.

Él, ya había hecho la ruta tres o cuatro veces y le había contado de las estrellas infinitas en el cielo negro durante las noches de pernocte en la puna o en el desierto.

— Hasta hay estrellas que se caen, she; aleriiito las ves como con su lucecita caen, caen hasta desaparecerse

Pronto llegó la gran fecha. Apenas pasados el día de todos los muertos y todos los santos, comenzaron los preparativos para que por primera vez en su vida Desiderio deje su terruño y conozca algo más del mundo. Ese fue el inicio, ya que durante su existencia había llegado a conocer más de una veintena de países.

Cargadas las mulas y burros, y acompañados por su perro “Guerrillero” emprendieron el camino por la ruta de Keyok, pasando por Cullash, “la tiendita de Godo” y atravesaron el valle de Cochap para llegar hasta Pariacoto.

Era un amanecer fresco con aves que cantaban la despedida y con las plantas aun mojadas por el rocío del despunte del alba. Sabían que avanzarían lento bajando de las escarpadas alturas y sabían que tendrían que pasar la noche enfrentando la soledad del páramo y el frio propio de la zona quechua ancashina; pero la emoción de los primos que habían crecido como hermanos hacía que las dificultades del camino sean retos a superar para cargarlos en su mochila de experiencia, e ir ganándose los galones que los condujeran hacia su adultez.

Fue una ruta llevadera, en la que los primos fueron jugando con el perro y cazando yukis con sus hondas; mientras que Adrián Alegre iba taciturno, pensando siempre en el día del nacimiento de su vástago, sobre la pérdida de su añorada esposa y como desde entonces toda su vida había cambiado a causa de ese vacío irremplazable, que le hacía sufrir en silencio en cada segundo de su existencia.

Atravesaron la serranía agreste con su inmensa soledad en la que solo el vuelo solitario de alguna quillicsha se dejaba distinguir el silbido del viento acariciando la vegetación de tara silvestre, mitos, lloques y chachacomas; con el sol lejano y amarillento que no calienta, sino que solo engaña.

Pasaron la noche viendo el manto oscuro totalmente salpicado de infinitas estrellas, azules, rojas y amarillas. Adrián Alegre chacchaba hojas de coca con cal y fumaba cigarro en un lugar apartado; después dejó algunas hojas, caramelos y cigarros cubiertos en un montículo de piedras.

-Siempre hay que pagarle al cerro- les había dicho ante la curiosidad de los mozalbetes, y comenzó a tomar de su chata de ron, mientras se tapaba con su poncho y su sombrero para aprestarse a dormir.

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Fue una noche tranquila, y antes del amanecer partieron nuevamente. A medida que avanzaban el clima y la geografía iban cambiando y de pronto iban apareciendo enormes rocas en medio del vasto paisaje. Los muchachos emocionados trepados cada uno sobre gigantescas piedras blancas ovoides preguntaban cómo era que éstas habían llegado hasta allí.

— Son los huevos del Canchón – había respondido Adrián Alegre recordando una vieja historia del Apu que había sido descubierto con su amante, luego castrado y finalmente convertido en el cerro tutelar de esas tierras, pero ese era ya otro cuento.

A medida que avanzaban el clima y el paisaje fueron cambiando hasta convertirse en un espacio costero poblado de huarangos y chacras de yuca y camote. Pasaron por Sechín donde se decía que desde hace muchos años siempre había una bruja. Finalmente llegaron a Casma donde Adrián Alegre, antes de iniciar sus negocios de intercambio o compra y venta, decidió llevar a su hijo a que conozca el mar.

Era un atardecer algo nublado, pero de todas maneras el sol se alcanzaba a distinguir a través de las nubes que parecían densas capas de humo gris.  Habían llegado a la “playa campanario” que a esa hora del día lucía poco concurrida.

Para los muchachos acostumbrados a la vida a 3,700 metros de altura, el calor que se sentía en aquella primavera costera, aunado a los días de caminata y sudor hicieron que la tentación de lanzarse al agua pudo más, mientras Adrián Alegre algo alejado se dedicaba a buscar agua y alimento para sus animales. Desiderio absorto contemplaba la inmensidad del océano y una vez más como cuando observaba al cerro Canchón, se sintió un ser insignificante frente a la grandeza de la naturaleza.

Reaccionó por el golpe de un puñado de arena húmeda que su primo le había lanzado, y luego se animaron a lanzarse al agua. Así que, se quitaron la ropa hasta quedar solamente en calzoncillos y con paso decidido se adentraron en las frías aguas del mar.

Al inicio se refrescaron tranquilamente y jugaron emocionados por estar allí, tocando un poco del principio y fin del mundo. Columbo ya había estado un par de ocasiones y se mostraba cauto en el agua.

Por su parte Desiderio se enfrentaba a sensaciones nuevas, la arena en sus pies, el vaivén de las olas, la interminable masa de agua entre celeste y pardo, el sabor salado en sus boca, el chasquido que no le dejaba oír bien, y cada vez con más intrepidez fue adentrándose hasta que una corriente lo arrastró aguas adentro.

Quiso regresar sobre sus pasos, pero una fuerza magnética incontrolable lo llevaba mar adentro mientras su primo daba gritos desesperados. Era como si un hambre voraz del mar lo arrastrara a su garganta sin que el pobre muchacho pueda hacer nada por evitarlo y poco a poco al tragar el agua salada, al sentir los calambres en sus delgadas pantorrillas y ver como entre sueños como su padre desesperadamente pedía auxilio.

Entonces la vio de nuevo, como aquella vez cuando tenía siete años y la mula le había dado una coz en el pecho y lo había dejado sin aire y con las costillas rotas. Era la muerte que se acercaba como en aquel momento de su infancia, pero aquella vez había recibido la protección de la abuela Emilia, que lo rescató pulgada a pulgada y minuto a minuto hasta hacerlo superar el golpe.

Pero esta vez no había forma de evitarla, sentía claramente como se iba hundiendo y lánguidamente dejaba de luchar, mientras la muerte lo esperaba en la orilla con el mismo vestido blanco y la cara llena de colorete como la vería varias veces más a lo largo de su vida. Continuará…

Fin de la segunda entrega
Escrito por David Palacios Valverde

Lee la tercera entrega aquí.


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