La Qeqi
Dedicado con amor y gratitud a la memoria eterna de mi querida tía Carmen Figueroa Rios, un alma excepcional que iluminó mi infancia con su cariño incondicional. En los recuerdos que atesoro, encuentro las tardes llenas de risas y juegos, donde tú, con tu alegría contagiosa, te convertiste en mi cómplice inolvidable. Tus historias tejieron un mundo de imaginación y maravilla que seguirá viviendo en mi corazón.
Fuiste más que una tía, fuiste una segunda madre que nos brindó amor sin límites. Cada gesto cariñoso y cada palabra de aliento dejaron huellas imborrables en nuestras vidas. Aunque te hayas despedido de este mundo, tu legado perdurará en cada sonrisa que compartamos, en cada recuerdo que evocamos y en cada acto de amor que llevamos a cabo.
Hoy, honramos la vida que viviste, las risas que compartimos y el amor que nos brindaste. Que tu luz continúe guiándonos en los caminos que recorramos, recordándonos siempre que el amor y la complicidad son tesoros invaluables que perduran a través del tiempo. Siempre te llevaremos en nuestros corazones, apreciada tía, y cada vez que miremos al cielo, sabremos que brillas como una estrella guardian a quien amamos y extrañamos profundamente.
La Qeqi
En el año 1938, Huaraz yacía como un remanso de serenidad enclavado en el corazón de la sierra de Ancash, arrullado por las majestuosas montañas de los Andes peruanos. Sus callejones empedrados y las casas rústicas de adobe eran testigos mudos de historias transmitidas a lo largo de generaciones, mientras que el aire puro de las alturas entrelazaba susurros melódicos con el murmullo de los riachuelos que serpentean cerca. El mercado local, un hervidero de colores y aromas, destilaba vida, y los habitantes del lugar se reconocían mutuamente por sus nombres, entablando diálogos de risas y rumores en cada esquina.
En este idílico escenario se desarrollaba un amor prohibido entre Isabel y Agustín, dos almas cuyos destinos habían sido entrelazados desde hace años. Eran compadres, habían compartido momentos de felicidad y dificultades. Habían visto crecer a sus familias juntas. Pero el tiempo es un artista caprichoso que juega con las emociones humanas, y con el transcurrir de las estaciones, el cariño fraternal que los había unido se transformó, mutando en algo más profundo, más complejo y definitivamente prohibido. Se convirtieron en amantes.
Isabel, era una mujer de mirada serena y cabellos oscuros como la noche, vivía con su esposo Simón y sus tres hijos. Agustín, de espíritu apacible y manos fuertes por el trabajo en el campo, estaba casado con Martina y también tenía una familia que dependía de él.
Los dos compartían secretos y miradas furtivas en medio de las misas dominicales y los días de mercado, encontrándose en los rincones menos transitados y alejados de la ciudad.
Las montañas custodiaban sus encuentros, mientras el nevado Huascarán observaba silente desde la distancia. Cada encuentro era un riesgo, una aventura cargada de emociones encontradas. Los susurros del viento y los murmullos de las aguas parecían ser cómplices de su relación, compartiendo la carga de su amor oculto.
Sin embargo, como en todas las historias de amor clandestino, el destino tenía preparado para ellos, un desafío para poner a prueba su relación. La leyenda arraigada en la tradición afirmaba que, si una mujer sostenía un romance con su compadre, como acto de castigo o penitencia, su cabeza se separaba de su cuerpo durante ciertas noches de luna llena, y así volaba por los cielos, haciendo un sonido aterrador y característico: “qeq pun, qeq pun, qeq pun, qeq pun”. Debido a esa singular circunstancia, revelaba su pecado al resto de la población, lo que llevó a que fuera reconocida como «la Qeqi».
Es así como, en aquellas noches, cuando la oscuridad se cernía sobre la hermosa ciudad de Huaraz, ocurría un fenómeno misterioso y sobrenatural. Isabel experimentaba una extraña transformación. En ese momento, su cabeza se desprendía de su cuerpo y comenzaba a flotar en el aire, liberada de las ataduras terrenales.
El rostro de Isabel, ahora separado de su cuerpo, emanaba una luminiscencia etérea bajo el suave resplandor de la luna llena. Sus cabellos se agitaban como hebras de sombras danzantes, mientras su cabeza, suspendida en el aire, surcaba el cielo nocturno sobre los tejados de las casas, produciendo el ruido característico, pues el “qeq pun, qeq pun” era aterrador y escalofriante.
Sin embargo, no todo era armonía en este peculiar vuelo nocturno. En su trayecto, la cabeza de Isabel, desprovista de control y sin un rumbo fijo, se encontraba con los imponentes árboles que custodiaban las calles de Huaraz. Al chocar con las ramas, sufría golpes y heridas que dejaban marcas en su piel etérea. Cada encuentro con las ramas de los árboles dejaba su huella, como estigmas invisibles en su rostro incorpóreo. Estas heridas eran un castigo para Isabel, ya que no podía explicar a su familia el origen ni la forma en que aparecían en su rostro al regresar a su cuerpo al amanecer.
Una noche, Doña Fortunata una señora beata de la ciudad, conocida por su devoción y creencias arraigadas en la religión, se encontraba en su humilde morada cuando escuchó ruidos inusuales provenientes de los árboles que se encontraban fuera de su casa. Intrigada y llena de curiosidad, decidió salir a investigar, convencida de que aquellos sonidos provenían de un animal atrapado en las ramas.
Al acercarse a los árboles, notó cómo las ramas se agitaban de manera inusual, un olor metálico y rancio impregnó el aire. Su corazón latía con fuerza en su pecho, una mezcla de temor y adrenalina la impulsaba a seguir adelante. Con cada paso, la forma se hizo más clara: una figura atrapada enredada en las ramas. Pero lo que vio a continuación hizo que su aliento se detuviera. Gotas de sangre manchaban las hojas y goteaban lentamente al suelo, creando un macabro sendero carmesí. El corazón le latía en los oídos mientras seguía el rastro de sangre.
La cabeza de Isabel, temblando y desesperada, suplicó con un tono quebrantado: «Por favor, Doña Fortunata, ¡libérame! La luna se desvanece y la aurora se avecina, si los primeros rayos del sol me tocan, mi destino será sellado, moriré».
Doña Fortunata observando con asombro la escena, exclamó «¿Cómo sabes quién soy? ¿Por qué debería ayudarte? ¿Qué ganaría al liberarte de esta trampa mortal?», preguntó con tono tembloroso.
La cabeza de Isabel, tambaleándose entre las ramas, respondió con urgencia: «No tengo mucho tiempo antes de que el amanecer me alcance y mi existencia termine de manera brutal. Te lo ruego, no dejes que mi vida llegue a su fin de esta manera atroz, ¡Liberame!».
Doña Fortunata aprovechando la desesperación de Isabel, replicó «Bien, bien, te liberaré, pero solo bajo una condición. Debes decirme quién eres realmente. No te atrevas a ocultar tu identidad».
Isabel resistió el impulso de revelar su nombre, consciente de las consecuencias. «Doña Fortunata, no puedo decirte quién soy, si lo hago, mi historia se esparcirá por el pueblo y mi humillación será pública, así que solo te diré porque estoy aquí».
Isabel tragó saliva, sintiendo el terror aumentar con cada latido de su corazón, que increíblemente podía sentir a pesar de estar separada de su cuerpo. Finalmente, con voz temblorosa contó su verdad, «Estoy así, debido a que las mujeres que tienen un romance con sus compadres, en las noches de luna llena, ven sus cabezas separadas de sus cuerpos, las cuales vuelan sin control y rumbo por los tejados de las casas, sin descanso ni redención. Ese es el castigo que debo pagar por mi pecado».
Doña Fortunata, al ver que, aunque sea en parte, su curiosidad había sido satisfecha, comenzó a liberar la cabeza de Isabel. Al fin, cuando todas las ramas quedaron liberadas, fue testigo de un fenómeno que la dejó petrificada. Frente a sus ojos incrédulos, la cabeza de Isabel emergió entre las ramas liberadas y ascendió en el aire nocturno. En un instante suspendido en el tiempo, los ojos de ambas mujeres se encontraron; Doña Fortunata reconoció el inconfundible rostro de Isabel en esa forma etérea y desprendida de su cuerpo, la cual se alzó en el aire con un susurro siniestro, el sonido repetitivo e inquietante de «qeq pun, qeq pun, qeq pun» sonó terrorífico.
En ese momento, la realidad golpeó con una fuerza abrumadora a Doña Fortunata. La cabeza de Isabel flotando en el aire, las palabras de condena resonando en el silencio de la noche; todo cobró vida en su mente con una nitidez aterradora. Era como si un abismo se hubiera abierto a sus pies, mostrándole un mundo de pesadilla que antes solo había sido parte de relatos fantásticos.
Doña Fortunata, llena de miedo y desconcierto, se santiguó repetidamente, rezando fervientemente para protegerse de lo que consideraba un encuentro con lo sobrenatural. Convencida de que había sido testigo de un castigo divino, se apresuró a descender del árbol y corrió de vuelta a su hogar, buscando refugio en sus rezos y en la supuesta seguridad de su morada.
Dentro de su hogar, cerró la puerta de golpe, tratando de contener el pánico que la dominaba. Se recostó contra la pared, tratando de recuperar el aliento, mientras las imágenes de la cabeza flotante de Isabel y el terrorífico encuentro seguían atormentándola. ¿Qué demonios había visto? ¿Era un truco del diablo?, se preguntaba, se santiguó repetidamente, rezó para alejar el mal y la confusión de su mente.
Pasaron horas y el amanecer finalmente iluminó el cielo. Con la luz del día, el coraje reemplazó en parte el miedo en el corazón de Doña Fortunata. Sabía que tenía que compartir lo que había presenciado con alguien más. Reuniendo su valentía, se decidió a contar la historia a las personas del pueblo, no solo como un acto de confesión, sino también como un acto de advertencia.
Doña Fortunata tomó una profunda respiración y salió de su casa. Caminó hacia el centro de Huaraz, donde un grupo de pobladores estaban ocupados con sus actividades matutinas. Pronto, su presencia no pasó desapercibida, y las miradas curiosas se posaron en ella. Finalmente, con una mezcla de aprensión y resolución, comenzó a contar lo que había visto la noche anterior.
Las palabras de Doña Fortunata fluyeron en una narración cautivadora. La multitud se reunió a su alrededor, escuchando en silencio mientras describía la cabeza de Isabel flotando en el aire, el terror en los ojos de la mujer y la maldición que parecía haberla atrapado. Los susurros y las exclamaciones se extendieron como un reguero de pólvora. El pueblo se llenó de incredulidad y conmoción, reclamando a viva voz, un castigo ejemplar.
La noticia del romance prohibido y la extraña maldición de Isabel se difundió rápidamente por toda la comunidad. El escándalo y la indignación se apoderaron de la gente, alimentando la rabia colectiva. En una asamblea improvisada en la plaza de Huaraz, la discusión se centró en el castigo que se impondría a los amantes que habían desafiado las normas morales de aquella sociedad en crecimiento.
La furia aumentó, y la multitud decidió que el castigo sería severo. Agustín fue arrastrado hasta la plaza, donde un grupo de hombres enardecidos lo rodeó. Golpes y puñetazos llovieron sobre él. Agustín apenas pudo protegerse de la lluvia de violencia. Gritaba pidiendo piedad, pero la turba estaba cegada por la ira y la sensación de traición.
En medio del caos, Isabel había sido advertida por amigos leales sobre el destino de Agustín. Llena de terror y determinación, se escondió en las sombras, buscando una vía de escape de la tormenta de odio que se había desatado. Aprovechó un momento de distracción en la multitud para huir, sus pies la llevaron lejos de la plaza, lejos del pueblo que una vez había sido su hogar.
Mientras los golpes continuaban en la plaza, Isabel corrió sin aliento, con lágrimas corriendo por su rostro. Atravesó campos y bosques, alejándose de la turba y de los recuerdos que ahora eran un tormento. Su cabeza seguía unida a su cuerpo, pero su corazón estaba roto por la traición y la condena de los que alguna vez fueron sus vecinos y amigos.
Así, en medio de la oscuridad y el caos, Isabel huyó hacia un destino incierto. Su amor prohibido la había llevado a un abismo de sufrimiento, mientras que Agustín soportaba el peso de la ira del pueblo.
A pesar de los años que han pasado desde aquel fatídico suceso, la leyenda de la Qeqi continúa acechando las noches de luna llena. En la tranquila oscuridad, se susurra que su cabeza aún busca una conexión perdida, vagando entre los tejados de las casas como un espíritu errante.
Los lugareños, cautivados por el misterio que envuelve a la historia, relatan historias escalofriantes de susurros en el viento y risas fantasmales que llenan el aire durante esas noches especiales. Algunos afirman haber escuchado el eco de una voz suave y melodiosa, llamando en la distancia, mientras otros aseguran haber visto fugazmente una figura etérea moviéndose entre las sombras.
En casos raros y selectos, valientes o insensatos, dependiendo de la perspectiva, aseguran haber presenciado la cabeza de la Qeqi volando sobre los tejados, enredándose entre las ramas de los árboles como si luchara por liberarse de su destino trágico. Esos pocos afortunados o desafortunados testigos no saben si es un truco de la imaginación o una manifestación sobrenatural de la leyenda que ha dejado una marca imborrable en la ciudad.
La incertidumbre y el suspenso se apodera de los habitantes de Huaraz cada vez que se acerca una noche de luna llena. Las calles se vuelven silenciosas, las miradas se vuelven inquietas y las sombras adquieren vida propia. Algunos prefieren encerrarse en sus hogares, cerrando puertas y ventanas, rezando para que la maldición de la cabeza errante no toque sus vidas, mientras que otros, movidos por la curiosidad o el desafío, se aventuran a explorar los rincones oscuros de la ciudad en busca de respuestas o encuentros con lo desconocido.
Aunque la cabeza de la Qeqi sigue volando en noches de luna llena sobre los tejados de Huaraz, el verdadero significado detrás de su presencia todavía permanece en la oscuridad. Quizás nunca se sabrá si es un castigo divino, una manifestación de arrepentimiento o simplemente la poderosa fuerza de una leyenda que se niega a desvanecerse. Hasta entonces, los habitantes de Huaraz vivirán con el suspenso y la inquietud que acompaña a la noche de luna llena, siempre conscientes de que la cabeza de la Qeqi podría estar observándolos desde lo alto, esperando su momento para revelar sus misterios más profundos.
Fin.
Autor: José Yzaguirre Figueroa.
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