La Procesión de Almas

 La Procesión de Almas

Dedicado con mucho cariño a mi querido abuelito Juan Braulio Figueroa Cerna, fuente inagotable de sabiduría y amor. Sus relatos llenaron mis días de maravillas y mis noches de sueños. Gracias por inculcarme el amor por la lectura y por compartir conmigo los tesoros de mitos, leyendas y cuentos de nuestra región. Siempre te recordaré como un narrador de historias, un transmisor de conocimiento y una excelente persona. Las innumerables tardes llenas de relatos dejaron una impresión imborrable en mi corazón, cultivando en mi un amor por la lectura y la tradición que perdura hasta hoy.
Este cuento es un pequeño homenaje a la magia que trajiste a mi vida desde siempre. Con gratitud y cariño.

Sumérgete en un misterioso pacto con lo sobrenatural en ‘La Procesión de Almas’, donde sombras y secretos se entrelazan en el barrio de la Soledad de Huaraz en 1898, tejiendo una historia de oscuridad y redención.

La procesión de almas

En el año 1898, en la zona que hoy se conoce como el pintoresco y tradicional barrio de la Soledad de la ciudad de Huaraz, las calles, en su mayoría empedradas, se entrelazaban como venas de la historia, llevaban consigo el eco de los siglos pasados. Huaraz, envuelta en las majestuosas montañas de los Andes peruanos, emergía como un rincón de misterio y encanto en medio de la imponente naturaleza.

Los picos escarpados de los Andes se alzaban sobre la ciudad como guardianes imponentes de historias olvidadas. La niebla que descendía de las alturas aportaba un aire de misterio, envolviendo los callejones empedrados y antiguas construcciones en un velo de oscuridad y sombras. Las noches estrelladas ofrecían un lienzo perfecto para alimentar la imaginación de los lugareños, quienes miraban hacia el cielo en busca de señales celestiales y presagios.

Las construcciones de adobe y tejas rojas, vestigios de épocas pasadas, se alzaban con dignidad, pareciendo testigos silenciosos de los secretos que sus paredes custodiaban. Las plazas, rodeadas de árboles centenarios, ofrecían un refugio sereno en el que las historias del pasado parecían susurrar entre las sombras.

En las noches, cuando las luces parpadeantes de las farolas iluminaban las calles empedradas, la ciudad de Huaraz adquiría un aire mágico. Las sombras se alargaban y se entrelazaban, creando un escenario perfecto para el misterio y la intriga que se desarrollaba en aquellos tiempos. Era en estas horas místicas cuando las almas inquietas, como la de Doña Melchora Mejía viuda de Verdugo, encontraban su refugio en las sombras, tejiendo conexiones con lo desconocido.

Precisamente, en un sombrío rincón de aquella zona, se encontraba la casa de Doña Melchora, una viuda solitaria y misteriosa. Ella se erigía como una guardiana silente de secretos oscuros. Como un espíritu en la noche, la viuda se entregaba a su inquietante afición de acechar y espiar las vidas ajenas. Las noches eran su cómplice, el manto de la oscuridad envolvía su perturbadora actividad. A través de los cristales empañados de su pequeña ventana, sus ojos hambrientos de secretos y desgracias ajenas acechaban la vida de sus vecinos.

En una de esas siniestras noches, cuando la luna se ocultaba en un nubarrón de sombras y la brisa helada susurraba lamentos, Doña Melchora presenció un espectáculo que heló su corazón, vio una procesión que avanzaba lentamente por la calle donde ella vivía. La viuda observó con inquietud, preguntándose quién sería el alma atribulada que a esas horas intempestivas buscaba la última bendición. La intriga se apoderó de su mente y su mirada acechadora se agudizó, y muy concentrada siguió el paso del cortejo fúnebre, un espectáculo inusitado en la oscuridad de aquella noche.

Las siluetas vestían mantos negros que fluían como la niebla, que se fusionaban con las sombras que las rodeaban. Sus pasos no producían sonidos tangibles, pero había un eco melancólico en cada movimiento, como si sus huellas fueran dejadas en el tejido mismo del espacio y el tiempo. Sus rostros permanecían ocultos bajo los pliegues caídos de los mantos, pero se podía sentir una presencia detrás de esos velos oscuros. Estas figuras llevaban velas encendidas en sus manos. La luz de las llamas parpadeantes bailaban en sus rostros ocultos por los mantos, proyectando destellos fugaces que insinuaban emociones profundas y antiguas, como si cada llama fuera un faro que guiaba a través de los misterios insondables de la existencia.

Cada paso que daban parecía resonar en la conciencia de aquellos que las podían contemplar, ya que no todos tenían la suerte o desdicha, dependiendo del punto de vista, de poder apreciar este inusitado hecho.

Sin previo aviso, una de las sombras se desprendió del grupo y avanzó con pasos fantasmales hacia la ventana de la casa. Antes de que Doña Melchora pudiera reaccionar, la figura sombría le entregó un cirio envuelto en una tela. Un escalofrío recorrió su columna vertebral, y las palabras que el espectro le dijo se grabaron en su mente: «Acompáñanos en la procesión y mañana a esta misma hora me devolverás el cirio».

Melchora había tomado el objeto con un gesto de asombro, sintiendo la textura fría y antigua en su mano. Luego, la figura había desaparecido en las sombras, dejándola sola con su inusual regalo.

La procesión siguió su camino hacia la oscuridad de la noche, dirigiéndose a la Iglesia que se alzaba como un guardián misterioso en el centro del barrio. Las puertas, imponentes y macabras, se abrieron de par en par con un estruendo que resonó en la oscuridad. Los acompañantes ingresaron con solemnidad, y las puertas se cerraron tras ellos, devorando la escena en un silencio sepulcral.

Doña Melchora, con el corazón latiendo descontroladamente en su pecho sostuvo el objeto ¿Qué significa esto? ¿Quién era esa figura misteriosa? Y lo más importante, ¿por qué le había entregado ese objeto? se preguntaba mientras sus dedos temblorosos se aferraron al borde de la tela y la levantaron con cuidado, revelando un objeto extraño en su interior.

Al principio, solo pudo discernir una forma alargada y huesuda que parecía desafiar su comprensión. Su mente luchó por encontrar un punto de referencia para asociar lo que veía con algo conocido. Sin embargo, a medida de que sus ojos, se adaptaban y se enfocaban en los detalles, la verdad se desveló ante ella como un relámpago.

La señora Melchora dejó escapar un suspiro entrecortado, sus arrugas se profundizaron en su ceño mientras sus dedos se soltaron instintivamente de la tela. La forma alargada no era un cirio, como inicialmente había supuesto. En cambio, era algo más siniestro y macabro: una canilla de muerto.

La canilla era un hueso largo y hueco, tan antiguo como el tiempo mismo. Su superficie era de un tono apagado, como si hubiera absorbido la oscuridad de las eras que había presenciado. La esencia de lo sobrenatural parecía impregnar el objeto.

Sus dedos temblaron al rozar la superficie de la canilla, sintiendo el frío toque de la historia y el misterio que envolvía el objeto. La tela que había envuelto el hueso parecía haber sido elegida con un propósito, como si fuera un velo que separaba este mundo del otro.

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Continuamos….

La canilla de muerto descansaba en la mesa como un testigo silente de lo inexplicable, y su presencia había sumido a la Doña Melchora en una profunda conmoción. A medida de que la noche avanzaba y el cielo se sumía en la oscuridad, su hogar parecía transformarse en un reflejo de su agitación interior.

La luz de la luna, ahora fría y distante, arrojaba sombras inquietantes por toda la habitación. La quietud que había sido reconfortante en otras noches ahora se sentía opresiva, Doña Melchora sentada en su silla, sentía como si estuviera acompañada por una multitud de espectros invisibles, por lo que sus manos y en realidad todo su ser temblaba del miedo y desesperación.

Los intentos por dormir aquella noche eran en vano, porque cada vez que cerraba los ojos, la imagen de la figura enigmática emergía en su mente. El rostro pálido y los ojos penetrantes se convirtieron en una imagen persistente de la que no podía sacudirse. El suave ulular del viento fuera de su ventana se filtraba en su conciencia, pareciendo llevar consigo susurros ininteligibles que solo intensificaban su inquietud.

Las horas pasaron lentamente como si hubiera una pausa en el tiempo. La señora Melchora trató de encontrar consuelo en sus oraciones y en los artefactos religiosos que había colocado alrededor de ella, pero la sensación de vulnerabilidad persistía. Cada pequeño ruido, cada sombra que se movía en la penumbra, parecía tomar una forma siniestra en su mente.

El insomnio se apoderó de ella como un abrazo implacable. El colchón en su dormitorio parecía demasiado rígido, y el techo sobre su cabeza parecía demasiado bajo, como si el espacio que había sido su refugio durante años ahora fuera un lugar extraño y hostil. La oscuridad de la noche se extendía, interrumpida solo por la luz débil de una vela y la tenue claridad de las estrellas.

La noche transcurrió en una danza interminable de pensamientos y emociones desgarradoras. Los minutos parecían estirarse en horas. Doña Melchora se encontraba en un estado de agotamiento mental y emocional. La canilla yacía en su regazo como una joya maldita, un vínculo a lo desconocido que había penetrado en su vida de manera inesperada.

Finalmente, con el primer resplandor del amanecer, sus ojos cansados se volvieron hacia la ventana. Había sobrevivido a una noche de incertidumbre y miedo, pero sabía que el camino que se extendía ante ella estaba lleno de más interrogantes y desafíos.

Esa misma mañana, con un nudo en la garganta, buscó la guía del cura del pueblo. Le relató el misterio que había experimentado, el oscuro pacto que había sido sellado en las sombras de la noche.

El cura, con una mirada de reproche y advertencia, recriminó a Doña Melchora por su inmoral pasatiempo de espiar las vidas ajenas. Con voz grave, le instó a enfrentar su propio juicio, a sumergirse en el abismo de su propia conciencia y le aconsejó a la viuda que desafiara a la entidad sobrenatural, que enfrentara la oscuridad que había permitido florecer en su interior.

Llegó la noche, y Doña Melchora, con el corazón palpitando con una mezcla de temor y resolución, se posicionó en su ventana. La procesión se acercaba, portando su carga de misterio y condenación. La figura enlutada se aproximó, extendiendo su mano para reclamar el cirio. Esta vez, la viuda cumplió el consejo del cura. Mientras entregaba el cirio, su mano libre se deslizó hacia un bebé que estaba en brazos de su madre y lo pellizcó.

Un agudo chillido rompió el aire, el bebé comenzó a llorar, el llanto resonó como una advertencia que sacudió las almas de todos los espectros. Las figuras espectrales que habían formado parte de la procesión de mujeres enlutadas estaban allí, en la calle. Pero lo que había sido una misteriosa procesión de figuras veladas se reveló en su verdadera esencia. Los mantos oscuros se desvanecieron, y las formas que emergieron eran más siniestras y a la vez más frágiles de lo que Doña Melchora podría haber imaginado.

Los espectros eran esqueletos, figuras sin carne ni piel que habían estado ocultas bajo los mantos. Sus ojos vacíos parecían mirar con una mezcla de tristeza y anhelo, sus huesos desnudos estaban retorcidos en poses que recordaban su humanidad pasada.

El llanto del bebé, ahora cargado con un significado más profundo, resonó en el corazón de Melchora y en el de los espectros. Los ojos vacíos de los esqueletos se llenaron con una luz tenue y fugaz, y una sensación de liberación comenzó a llenar el ambiente. El llanto parecía liberar la maldición que había colgado sobre ellos y sobre Doña Melchora, rompiendo el lazo que los había mantenido atrapados entre dos mundos.

Uno a uno, los esqueletos comenzaron a desvanecerse, como si el viento los llevara consigo. La calle se volvió más ligera, y el aire se sintió más limpio. El bebé dejó de llorar, y en su lugar quedó un silencio tranquilo y sereno.

Doña Melchora, consumida por el drama de su propia oscuridad, encontró redención en el llanto del inocente. La lección había sido aprendida, el precio había sido pagado. Nunca más se atrevería a espiar las vidas ajenas desde la ventana de su casa, y su hogar, alguna vez envuelto en sombras, comenzó a encontrar la luz de la verdad y la redención en los días por venir.

Autor: José Yzaguirre Figueroa

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    Jose Yzaguirre Figueroa

    Apasionado por la literatura, ha escrito varios cuentos que fusionan realismo mágico, misterio y drama, donde lo sobrenatural se mezcla con lo cotidiano.

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