Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte (duodécima entrega)

 Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte (duodécima entrega)

Continuamos con la duodécima entrega del cuento del cuento “Desiderio, el hombre que se cansó de burlar a la muerte”, gracias a la cortesía de su autor David Palacios Valverde

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DUOCEDIMA ENTREGA

La muerte y Desiderio no se habían vuelto a ver por varios años. El hombre se había dedicado a su negocio con ahínco y doblando las espaldas de sol a sol, con la inesperada ayuda de su impredecible padre.

Adrián Alegre había visto en el emprendimiento ganadero la oportunidad para alejarse de sus cuitas y de su sentimiento de melancolía permanente que le perseguía desde el día que encontró a la mujer amada inerte junto a su bebé que estaba a punto de ser devorado por un puma. Solamente en algunas fechas especiales, se refugiaba en la cueva de su tristeza y no se le veía aparecer montado en su mula por una o dos semanas.

Una de esas fechas especiales era precisamente el cumpleaños de Desiderio, que al mismo tiempo era la fecha de remembranza de la muerte de doña Consuelo, por lo que, durante más de treinta años nunca había estado presente para compartir el día con su hijo. Era demasiado doloroso, y las emociones encontradas hacían que siempre triunfe el sentimiento de culpa por no haber llegado a tiempo a la cita que habría impedido la desgracia.

Cuando se encerraba en Chimpi y no permitía que nadie fuera a interrumpir su tiempo de evocación y soledad, además de consumir mucho alcohol trataba de dormir para poder encontrar a su Consuelo en sus sueños y decirle cuanto la extrañaba, cuan miserable era ahora su vida sin ella, contarle como el hijo que con tanto deseo habían esperado se había convertido ahora en todo un hombre, que había tenido el valor suficiente para tomar su lugar y caminar derechito a prisión, había tenido la fuerza para salir bien librado de un aluvión y el coraje suficiente para afrontar una guerra, ser un peón de temple para haber participado en una colosal construcción y no haber caído a pesar de haber sufrido un derrumbe. “La muerte no puede con nuestro cholo” le contaba entre sueños.

Otras fechas en que era consumido por la tristeza eran su propio cumpleaños, el de Consuelo, la fecha en que habían decidido irse a vivir juntos -pues nunca se habían casado-, las navidades y el año nuevo, así que por lo menos eran entre seis y diez semanas al año en que el misterioso Adrián estaba ausente. Así que, el primer cumpleaños que compartieron padre e hijo fue aquella vez que llegaron juntos hasta Lima, y solamente por algunas horas.

Los duros años del inicio de la empresa lechera él había estado allí para su hijo, ayudándole a alimentar a las vacas y a mantenerlas limpias, tanto a ellas como su entorno, como habían recomendado los vendedores de la Holstein. Había estado allí ayudando a sembrar y cortar la mejor alfalfa y alimentarlas con heno, y vegetales.

También como en sus mejores años había hecho algunos viajes a la costa para traer algún remedio de uso veterinario, vitaminas y los utensilios necesarios para sacar adelante la industria lechera. Desiderio le agradeció esa muestra de esfuerzo y desprendimiento, pues nunca pidió nada a cambio, más que ver al hijo realizado en una empresa que hacía varios años había soñado.

Fue por esa época en que Desiderio volvió a dibujar a carboncillo. Esa remota costumbre de la época escolar cuando el maestro Colonia le regalaba los lápices y cuchillas para sacarle punta. Había traído suficiente material del viaje a Trujillo al que habían ido en busca de la lechera.

Solía dibujar una casa grande, donde él y su nutrida descendencia pudieran vivir a sus anchas, y en la cual había siempre cuyes, conejos, gallinas y perros, y muchos niños corriendo por doquier, trepando los árboles y jugando al trompo. Sin embargo, en sus dibujos siempre alcanzaba a verse un bulto robusto, casi siempre escondido en la esquina inferior izquierda. Parecía que en el fondo la extrañaba.

Corría el año 1950 cuando Pampas se vio estremecida con una noticia que era esperada hacía ya varios años. Por fin tendrían cura propio, ya que la Diócesis de Huaraz encabezada por el obispo Monseñor Mariano Jacinto Valdivia y Ortiz, había decidido por fin asignar un sacerdote titular a la Iglesia San Jerónimo de Pampas, que, a pesar de tener ya varios años de construida, únicamente recibía la visita de curas foráneos, especialmente para las fechas importantes como la fiesta patronal, la semana santa o la navidad.

Era en ese momento en que se aprovechaba para bautizar a los pequeños, casar a los jóvenes y dar los santos óleos a los más viejos, aunque no siempre en ese orden. Los sacerdotes, se quedaban dos o tres días, disfrutaban de la buena comida, hacían su labor evangelizadora con algunos ya conocidos que se resistían a entrar en el redil del Señor, y luego se marchaban.

Así que, cuando el padre Antonio Guimaray, que fuera famoso años después por una célebre frase cuando fue echado de Huaraz montado en un burro, se hizo presente una mañana de mayo, nadie salió a recibirlo. Únicamente buscó a quien tenía la llave de la iglesia e improvisando una escoba con ramas de eucalipto comenzó a limpiarla del polvo y comején, ante la mirada incrédula y curiosa de quienes por allí transitaban. Una pequeña muchedumbre comenzó a formarse para verlo.

La mamá Emilia escuchó el alboroto desde su lecho y pensó “Nada bueno puede traer un cura a este pueblo”

Hacía varios años que estaba en su modesta habitación de ventana a la calle. Un buen día de otoño había decidido que era hora de acomodarse en su último rincón para esperar a la muerte, pero de eso ya habían pasado muchas lunas llenas, sin que la resquebrajada salud mejore o empeore, “así, así, no más estoy”, solía responder cuando le preguntaban cómo estaba.

Envuelta en las tinieblas producidas por cubrir todo espacio por el cual quisiera colarse un haz de luz, rezaba sin parar con el rosario metálico aprisionado en las viejas y arrugadas manos cuyos dedos encorvados por el reumatismo comenzaban a parecerse a las raíces del árbol que daba sombra en el patio de la casa.

Había quedado viuda con tres hijos varones, siendo Adrián el menor de ellos. Los dos hijos mayores José y Américo habían migrado a la costa y se habían asentado en Huacho y Ancón respectivamente, pero sus mujeres e hijos se habían quedado viviendo varios años en casa de la mamá Emilia hasta que poco a poco, algunos de ellos, fueron reuniéndose en la costa.

Columbo y Pompeyo eran los hijos varones de cada cual, y dos de las mujeres que siempre estaban en la casa eran hermanas solteras de éstos y que se habían quedado al cuidado de la venerable abuela y allí habían terminado sus días, vistiendo santos y realizando los múltiples quehaceres del hogar, siempre bajo la égida de la mamá Emilia. La tercera mujer era la hermana menor de la abuela, la tía Polencia que decidió quedarse con ella cuando una pena de amor le hizo conocer cuan doloroso podía ser el mundo real.

Adrián Alegre era la figura paterna en ese hogar de cuñadas, sobrinos y su pequeño Desiderio, pero la figura de la autoridad siempre había sido la abuela Emilia, que, aunque nunca estudió en una escuela, en el transcurso de su vida había aprendido a leer y escribir correctamente, dominaba también las cuatro operaciones, aunque a un nivel básico y en cada etapa de estudios de los nietos había aprovechado para fortalecer sus conocimientos sobre los números. Todo ello, además de su voz de mando cuando era requerido, y de ternura para con los nietos.

Nació en el año 1866, año en que la patria defendía la última arremetida de la armada española y la noticia de la exitosa defensa en el Combate del 2 de mayo corría como reguero de pólvora por toda la jóven República, llegando a los recónditos pueblos de la serranía.

Había crecido en una familia dedicada a la agricultura y que había migrado desde Colcabamba con la meta de llegar a la costa, pero que se habían quedado prendados de los atardeceres violáceos y la vista al mar desde más de 3,700 metros de altitud, además de haber extensos campos de tierra virgen sobre los cuales se asentaron y comenzaron a producir tubérculos, trigo y cebada.

Su infancia estuvo marcada por las carencias propias de las familias pioneras que iban a la conquista de nuevos territorios, en los cuales la tierra fértil, el sol abrasante durante el día y el frio calando los huesos por la noche, eran la característica propia de aquel tiempo, y que sin lugar a duda eran años de gran y grata recordación cada vez que la nostalgia la visitaba en su cama.

Sus padres y los adultos de las familias que habían decidido permanecer y hacer patria en aquellas tierras, trabajaban denodadamente empleando la chaquitaclla y demás herramientas tradicionales del hombre andino, hasta que, pasados algunos años, ya con bueyes en yunta jalando el arado abrían con esfuerzo los surcos de sueños y esperanzas de un futuro mejor para sus hijos.

Creció sanamente en esa atmósfera hasta convertirse en una bella adolescente que había aprendido a montar a caballo, manejar la yunta y trepar árboles al igual que sus hermanos, primos y amigos mayores.

Pero el estallido de la guerra con Chile hizo que varios de ellos abandonaran sus casas para partir a defender a la patria bajo las órdenes del Mariscal Andrés Avelino Cáceres. Solo unos pocos lograron regresar años después aun con los fusiles Mauser, o los Chasepot o Remington usados en la guerra, llevando las noticias que ésta había terminado, esto, un año después de firmado el Tratado de Ancón.

Para entonces, ella tenía 18 años y ante la ausencia del padre muerto en la batalla de San Juan en la defensa de Lima, asumió la conducción de un hogar con una madre deprimida, un hermano que había vuelto de la guerra tullido y dos hermanas menores, una de las cuales la acompañó hasta el día de su muerte. Polencia.

Fueron años difíciles, pero los encaró con fortaleza y con la autoridad que habría de ser su marcada característica en el futuro. 

No lloró al enterarse de la muerte de su progenitor a quien amaba con todo el corazón y que siempre había sido su persona favorita en el mundo; no lloró al ver al hermano llegar sobre una improvisada camilla hecha de ramas de eucalipto y una frazada, que trasladaban a cuestas sus vecinos con quienes había participado en la guerra; no lloró al ver a la madre consumirse con un dolor tan profundo que habría arrancado lágrimas a las piedras; simplemente siguió adelante, echándose toda la carga familiar a la espalda hasta que  las cosas se acomodaran, pero eso tardó ocho largos años.

Fue por ese tiempo que conoció a Manuel Alegre, un hombre oriundo de esas tierras que había llegado hasta su alejada propiedad llevando carne de ovinos para intercambiarla por tubérculos o maíz. Se miraron y una fuerza telúrica de la naturaleza hizo presa de ellos, al punto que en menos de treinta días ya estaban pensando juntarse, levantar una ramadita, sembrar y formar una familia propia.

Hacia finales del año 1893 ya tenían un hijo y vivían juntos en un espacio nuevo pero muy fértil, era algo alejado de Pampas y le habían denominado Chimpi, y que sería por larguísimos años centro de muchos sucesos en la historia de la familia.

Dos años después ya tenían tres hijos varones siendo el menor de ellos Adrián, padre de Desiderio, quien nacería en 1895, el mismo año en que la revolución acaudillada por Nicolás de Piérola marcaba una etapa en la historia del país que duraría tres décadas y media, es decir, hasta cerca de 1920.

Este período llamado también la “República Aristocrática” por la naturaleza selectiva de sus miembros en el manejo de los asuntos de la Nación, se convirtió en una etapa fundamental de la historia peruana, al devolver al sector civil de la sociedad el poder político con el cuál debía reconstruirla luego de la derrota que sufriera en la guerra con Chile.

Para ello el establecimiento de la alianza entre las facciones rivales anteriores al conflicto, es decir partido Civil y partido Demócrata o el equivalente a pardistas y pierolistas, resultaban cruciales para que la estabilidad y gobernabilidad del país cristalizasen las reformas que pretendieron antes de la catástrofe bélica.

Los hermanos Alegre crecieron en los albores del nuevo siglo y no tuvieron la oportunidad de acceder a la escuela, pero de manera sostenida cultivaron sus campos, sin mayor interés en salir de su tierra y con el único contacto de arrieros de lleva y trae para intercambiar noticias y productos necesarios, ya sea de Huaraz o de la costa.

Sin embargo, todo cambió cuando el año 1920, el entonces Presidente Augusto Leguía promulgara la Ley de Conscripción Vial mediante el Decreto Legislativo 4ll3. Esta ley también fue conocida como la del Servicio Obligatorio de Construcción de Caminos. No se abolió hasta la caída del régimen el 31 de agosto de 1930, por decreto del líder y cabeza del golpe de estado, comandante Luis Sánchez Cerro.

La ley en esencia refería a la obligación que tenían todos los residentes varones desde los 18 hasta los 60 años para trabajar en la construcción de caminos y carreteras del país. Así se pretendía hacia esta época resolver el difícil y complicado problema de no contar con eficientes vías de comunicación que integrasen a las diversas regiones no solo en el aspecto económico sino también en el sentido político de conformar una verdadera nación moderna.

En abril de 1921, Manuel Alegre y sus hijos José y Américo partieron a realizar su obligación, que según ordenaba la Ley serían de doce días de trabajo en las labores de construcción de la carretera que uniría Pampas con Yaután. Asimismo, pagaron el abono efectivo de los jornales para que Adrián no tuviera que ir y se quedara a cargo de la casa, además que tenía a su mujer embarazada.

Sin embargo, a la semana de haberse ido, los dos hijos regresaron con el cuerpo de su padre que había perdido la vida en un trágico derrumbe en medio de la construcción de la carretera que uniría Pampas con el resto del mundo. Desde el Gobierno ni siquiera hubo una expresión de condolencia, eran los costos colaterales de la empresa que se había iniciado para conectar el país.

Las honras fúnebres se extendieron lo necesario, para que el tío Florencio, hermano de Manuel pudiera llegar desde Lima a despedirse de su hermano y llevarse consigo a los hijos mayores para poder aprovechar las múltiples oportunidades que ofrecía la capital.

Era por ello que, al nacimiento de Desiderio, Adrián Alegre era el hombre de la familia ya que sus hermanos José y Américo habían aceptado la invitación del tío Florencio, aunque dejando mujeres e hijos, y luego de ello, habían regresado esporádicamente, incluso en los últimos años no se les había visto, hasta que la noticia de la muerte de la mamá Emilia llegó a ellos.

Eran muy parecidos físicamente, pero muy diferentes a sus hijos con quienes casi no habían tenido mayor contacto, ya que Columbo y Pompeyo habían decidido quedarse a vivir en Pampas e incluso se habían escapado y regresado al pueblo un par de veces, cuando a la fuerza los habían querido llevar a Huacho o Lima.

Eran cincuentones, de bigote cano y vestían ropa demasiado ligera para el duro clima de Pampas. Habían llegado al quinto día de velatorio luego que un emisario cabalgara hasta Yaután donde el año anterior se había instalado una oficina de telégrafos y pudiera hacer llegar el mensaje por esta vía.

Si bien eran hijos de la anciana difunta, eran ya unos extraños incluso para la propia familia. Hacía más de 25 años que se habían marchado y habían regresado en ocasiones contadas con los dedos de las manos, por lo que ya no había acercamiento o intimidad ni siquiera con su propio hermano Adrián.

Todo el pueblo se conmovió con la muerte de la anciana que era querida y respetada por chicos y grandes. Se sabía qué hacía muchos años estaba muy enferma del estómago, o del corazón, o de los riñones o que le habían hecho algún tipo de brujería, pero de pronto la noticia cambiaba y se sabía que estaba haciendo planes para poder potenciar sus chacras, educar a los bisnietos o apoquinar para que la industria de la leche y quesos pueda ser un éxito familiar y como consecuencia para todo Pampas.

Se había oído también varias veces de su deceso y en pocas horas el rumor había tenido que ser corregido, pues la casa de los Alegres, seguía con la misma rutina, y por las noches se escuchaba la tos seca de la anciana por la ventana de su habitación que daba a la calle.

Cuando el doctor Verá llegó a la casa por segunda vez esa noche la mangada se había desatado nuevamente y el cielo se desplomaba incontenible, acompañado por truenos y centellas.

-Los toros de Kárak y Bombóm están peleando, están molestos- dijo Desiderio a su familia que casi no le prestó atención, preocupados en reanimarlo del soponcio que tenía y atentos a lo que el médico pudiera decir de los dos Desiderios que hoy necesitaban de su consulta.

El médico auscultó al anciano y se levantó más rápido de lo esperado.

— Ya les he dicho, este señor nos va a enterrar a todos nosotros, no tiene nada. Solo ha sido un poco de impresión – señaló y se fue a atender al pequeño tataranieto.

Luego de unos minutos en los que la tensión podía cortarse con una tijera, sentenció:

— No hay nada que yo pueda hacer, llévenlo al hospital, pero aquí hay dos opciones, o la naturaleza hace su trabajo y en uno o dos días, solito se expulsa ese arete, o, va a ser necesario operarlo, y aquí no creo que haya especialistas para eso, mejor llévenlo a Lima-

Fue la peor noticia que pudieron escuchar. Comenzaron los llantos, las llamadas, las conversaciones en voz baja y en las zonas alejadas de la casa, como para que los demás no oyeran.

Desiderio desde su cama seguía todo el hilo de las circunstancias, oteando el ambiente y esforzando su oído izquierdo con el que escuchaba mejor, pero se mantuvo quieto allí, sabiendo que el hecho que estuviera en pie, solo significaría mayores preocupaciones, y en ese momento no podía hacer nada para colaborar.

Se mantuvo en silencio un largo rato, pero en el fondo de su ser tomó la decisión de postergar su paso trascendente a la otra vida, hasta conocer que su tataranieto se encontrara bien y al igual que él podría burlar a la muerte.

Esa misma noche una envejecida ambulancia llegó a recoger al novel Desiderio Alegre que junto a su madre partía rumbo a la ciudad capital a tratar de encontrar a los médicos más especializados para poder lograr una operación no invasiva, ya que la vida del infante corría peligro en caso de una operación abierta.

El padre del pequeño a pesar de haber bebido, pero con un súbito cambio de estado de ánimo cuando se produjo el suceso, y, algunos familiares más en su propio vehículo, siguieron el paso lento de la Ford adaptada perteneciente al Seguro Social de Salud, con la que, a pesar de lo lluvioso de la noche, se enrumbaron hacia la gran Lima.

Fue una noche terrible, el infante lloró casi por todo el camino y se rehusó a usar la camilla, y por el contrario se aferró al pecho de su madre que iba en una posición muy incómoda en un asiento adaptado para el acompañante del enfermo o el herido que transportara la unidad, pero para un trayecto de más de ocho horas fue al extremo agotador.

Además de ello, el peligro latente que el arete al deslizarse por las paredes intestinales pudieran desgarrar el delicado tejido interno con el gancho metálico que formaba una hoz para asegurar el pendiente en el lóbulo de la madre, hicieron que toda la madrugada se mantuvieran en vilo, tratando de identificar algún cambio en el menor.

La torrencial lluvia los persiguió hasta pasar la laguna de Conococha a más de 4300 metros sobre el nivel del mar, el punto más alto y más frio de la ruta Huaraz-Pativilca-Lima que se iniciara durante el mandato del Presidente Prado que Desiderio había llegado a conocer. Descendieron lentamente con un clima que comenzaba a mejorar. Madre e hijo se quedaron profundamente dormidos.

Cuando llegaron a Ancón, lo hicieron apreciando ese mar alumbrado con el mismo sol amarillento, engañoso y truculento, que apreció Desiderio en julio de 1953 cuando llegó a buscar al tío José, arriando las moribundas vacas sobrevivientes de la peste del ántrax. Continuara…

Fin de la duodécima entrega
Escrito por David Palacios Valverde

Próxima entrega: jueves 22 de abril de 2021

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